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recuerdos vivos

ra una cálida tarde, apenas acababa de empezar el otoño y sus llantos de vida calaron en sus familiares más cercanos. Nadie le había preguntado si quería nacer, pero allí estaba, contemplando todo lo que había a su alrededor. La primera figura que vió fue la de su abuela paterna a la que su rostro, desde sus brillantes ojos azul cielo hasta su sonrisa deslumbrante, delataba la felicidad que sentía de poderla ver tan llena de vida. No tardó mucho en empezar a decir sus primeras palabras y con apenas un año, decidió que era hora de decir y repetir cada una de las frases que se dijeran en su presencia. Nació de un espíritu de superación. Sus primeros años de vida también encarnaron ese espíritu, el mismo que había llevado a su madre a darle la vida. Sentía una gran necesidad de protegerla, por eso había nacido, para guiarla y cuidarla en todo aquello que aquella enfermedad pudiera causar en ella. Pues aquella mujer, pese a la limitación que le habia sido impuesta de por vida, no dudó ni un segundo en crearla y convertirse así, en su prioridad más absoluta. Sabían que su vida era diferente a la de los demás niños de su edad, así que a nadie le extrañó aquella madurez anticipada que le caracterizaba. Había crecido rápido, en poco tiempo, asumiendo así, el destino que le pertenecía. Su interior. Su interior era algo experimentado y racional, totalmente impropio para su corta vida. Vivía con su abuela materna la mayor parte de la semana, o mejor dicho, formaba parte de ella. Los días restantes, visitaba a sus padres en un pequeño pueblo cercano a donde ella residia. Ella era para su abuela como uno de esos amuletos sin los que no se puede vivir, también su abuela lo era para ella. Juntas, abuela y nieta, recorrían las calles sin separarse ni un solo minuto, llenando éstas de recuerdos que más tarde serían guardados por esta última para hacerlos eternos. Su abuela le decía que tenía algo especial, que todo el mundo lo decía, era como si dentro de ella habitara la experiencia de alguien mayor. La paseaba por las calles, la gente las paraba y siempre aparecía la misma expresión, las mismas frases solo que en distintas bocas, en distintas personas:

—¡Qué ojos! ¡Qué ojos tiene esta niña! decían. Uno de esos días, su nieta le preguntó:

—Abuela, ¿qué tengo en los ojos? Le contaba su abuela a su nieta veinte años después, aunque, esta vez, era la nieta quien la paseaba a ella.

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