Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Una fábula pascuera

érase una vez una aldea monárquica. Bastante atípica y absolutamente fantástica, que eligió a tres reinas por votación popular. Debía ser sola una para seguir la costumbre pero el pueblo, harto de que el poder emborrachara a quien lo tuviera en exclusiva, eligió a tres. Pepita, Juanita y Lolita fueron elegidas en libre y democrática votación para dirigir el poblado lo que a primera vista parecía un honor pero, en realidad, era un encargo de gran dificultad. Porque la gente aullaba insatisfecha y las miraba con tanta esperanza como desconfianza. Y también porque las arcas del tesoro estaban llenas de telarañas o peor aún de deudas y pagarés. Pero ellas fueron elegidas porque dijeron poseer la poción mágica que sería capaz de remediar todos los males.

Juntas consiguieron así, expulsar al viejo dragón que, gracias a sus propios aciertos pero también a los errores ajenos, había gobernado cómodamente la ciudad a golpe de corneta y tambor. Y juntas se pusieron a la magnífica y terrorífica faena de gobernar bajo la atenta mirada de comerciantes, ancianos, hechiceras, soldados, trovadores y hasta bufones.

Juntas, pero no revueltas. Porque tampoco es que fueran íntimas y en el pasado habían tenido sus más o sus menos. Pero ahora debían dar ejemplo de altura de miras y ausencia de intereses sectarios para corresponder a la confianza que en ellas se había depositado y sortear los malos augurios sobre su proyecto común.

Afrontaban un problema de partida, y es que no eran hermanas de sangre. Como mucho, primas segundas. Su genealogía era diferente y su forma de ver el mundo no era quizás divergente, pero tampoco idéntica. Cada una era de su padre y de su madre, con su carácter, modos y maneras. Así Pepita era europea, profesional y responsable y formaba parte de una familia venida a menos que hoy atravesaba una grave enfermedad. Juanita , asiática, era mordaz , atrevida y también lista y espabilada. Y Lolita, la africana era honesta y trabajadora y estaba solita en el mundo, pues toda su familia había pasado a mejor vida dada su avanzada edad. Las tres tenían como objetivo mejorar la vida de la gente y conservar el poder, aunque quizás no en el mismo orden.

En cualquier caso, todo el poblado les recordaba de forma incansable que su obligación era actuar de común acuerdo, limar sus asperezas, sacrificar sus egos y no ofrecer lamentables espectáculos guiadas por el afán de protagonismo. Sin embargo, cuenta la historia que ese mandato tan imperioso acabó causando un efecto indeseado. Porque sucedió que de tanto morderse la lengua acabaron envenenando su relación. Porque la falta de sinceridad y transparencia para afrontar sus diferencias fue causa de rencores y maledicencias; porque el empeño común no podía, ni debía borrar la propia identidad. Y si hasta donde reina el amor más puro persisten las diferencias y los conflictos, era inevitable que éstos existieran en abundancia entre quienes estaban unidas por vínculos mucho menos sólidos, como el poder.

No se sabe qué paso

Afortunadamente, como suele pasar en los cuentos de hadas, llegó el mago de turno que advirtió rápidamente las debilidades de su alianza y pronosticó la quiebra inevitable de su pacto y la enorme decepción que causaría , dando además la solución. Recomendó a las reinas que afrontaran el desafío sin morir en el intento, siendo siempre tan fieles a si mismas como leales y sinceras con sus socias. Porque no hay comunión posible disfrazando la realidad y aparentando una paz celestial inexistente, sino afrontando los inevitables conflictos con honestidad y valentía. La historia no dice si le levantaron una estatua o le echaron a patadas del pueblo.

Compartir el artículo

stats