Habitualmente, el premio Nobel de Literatura, el único sobre el que puede opinar todo el mundo, junto con el de la Paz, nos proporciona grandes sorpresas, cada vez menos gratas, salvo este año, que, de creerle, el único sorprendido fue el galardonado. Mario Vargas Llosa recibió la noticia en New York (de ocurrir hace medio siglo habría estado en París: siempre hay que estar en el lugar adecuado a la hora oportuna), y lo primero que dijo fue que estaba muy sorprendido y demás trivialidades propias del caso, salvo que deberían habérselo concedido a otro: ¡eso sí que no! De manera que este año nos quedamos sin sorpresa. Más vale. Digo que más vale escritor demasiado conocido, que no representa sorpresa ni aporta nada nuevo, que escritor malo por conocer. Ante los últimos premios (los fosilizados Harold Pinter y Doris Lessing; Elfride Jelinek y Herta Muller, que pasaron sin pena ni gloria, las mediocridades de Pamuk y Le Clézio), por lo menos Vargas es un escritor de éxito, y legible, dentro del ámbito de la lengua española. En medio de los grandes desastres de los Nobel de literatura de los años 90 del pasado siglo y de los diez primeros de éste, Vargas Llosa merece figurar mejor al lado de los dos verdaderos escritores galardonados en lo que va de siglo, V. S. Naipaul y J. M. Coetzee, que de las nulidades citadas.

Cuando yo era joven, todavía había grandes escritores en el mundo. Hoy, la literatura norteamericana no aporta un William Faulkner, la francesa un Jean-Paul Sartre, la alemana un Ernts Jünger, la italiana un Montale, la inglesa un Graham Greene, por lo que hay que conformarse con lo que hay: o bien escritores galardonados en razón de su sexo, su color racial o su tendencia política («progre») o Mario Vargas Llosa. Naturalmente, prefiero al peruano. Desde luego, es un escritor competente, un buen técnico de la novela, un avispado olfateador del éxito. No creo que en las letras españolas modernas haya habido otro escritor que hubiera cuidado tanto su figura pública y su promoción, con la excepción de Cela. Ganó todos los premios habidos y por haber, se sienta en dos academias de la misma lengua, incluso pretendió ser presidente de su país, pero ahí marró. Rómulo Gallegos fue presidente de Venezuela pero no ganó el Nobel, y además le destituyeron. Vaya lo uno por lo otro.

Como escritor posee menos encanto que García Márquez, aunque como persona es más presentable. Supo apartarse a tiempo de las vocinglerías pseudorrevolucionarias de sus colegas, pero sin descuidar los sacrosantos principios de la «corrección política». Ahora se dice liberal. Y si su Nobel es «mala noticia», se debe a que los hispanos, cuando lo reciben, se ponen pesadísimos.