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comienzos del otoño, antes de que el mes de octubre haya rendido sus armas, la Academia sueca se reúne para decidir quién será galardonado con el premio Nobel de literatura del año. Ni que decir tiene que en casa de mi familia fueron muchos los principios del otoño en el que las cábalas, los rumores, las habladurías que llegaban -en especial de los conmilitones madrileños de Camilo José Cela- aludían al hecho, dado siempre por cierto por mi padre, de que terminarían por darle el premio. En una fecha en particular ni siquiera me había dado cuenta de que el mes de octubre andaba rematando su segundo tercio cuando Juan Cruz me llamó a primera hora de la mañana para decirme que sí, que ahora era seguro. Se trataba del día 19 de octubre de 1989. Dentro de muy poco se cumplirán vein-tiún años.

Los académicos suecos han madrugado en este octubre adelantando dos semanas el anuncio del galardón. De nuevo un novelista que escribe en castellano: don Mario, el del premio, que así habrá de llamarse si sigue el ejemplo del otro escritor que se le adelantó en la nómina de los inmortales. Este jueves pasado don Mario, el del premio, puso patas arriba las redacciones de los diarios. Y, claro es, a pocos se les escapó el vínculo directo que se establece a partir de ese hecho entre MVL y CJC.

Pero, ¿existió esa relación más allá de la anécdota de compartir la divinidad del Nobel? He coincidido bastantes veces con don Mario, el del premio, en distintas circunstancias y en ámbitos de lo más diverso. Amén de doctorados honoris causa, conferencias y seminarios, que es lo fácil, he sabido de él en mil ocasiones, como es lógico en un autor que, ya desde La ciudad y los perros, apuntaba oficio de premiable. A veces esa cercanía ha rozado la condición del esperpento, como sucedió cuando el rector de la universidad Menéndez Pelayo me pidió que intercediese para que Francisco Ayala adelantara un par de días su viaje a Santander desde California porque Mario Vargas Llosa, recién llegado, se había quedado dormido dando su conferencia. Dormirse en las charlas de otros es algo bien común; hacerlo en la propiaÉ Bueno; los genios de la literatura son capaces de eso y de bastante más.

Las coincidencias entre mi padre y don Mario, el del premio, siguen por los mismos derroteros de la anécdota y la casualidad. Juan Cruz de nuevo cuenta que ambos fueron a Cuba a bordo del mismo avión pero, ¡ay!, mi padre en primera clase y sin que apenas tuvieran la oportunidad de hablarse. Lo creo. Sucede que los veinte años transcurridos entre el premio de don Camilo y el premio de don Mario marcan el paso de una generación y, así, por mucho que ambos fueran vecinos ilustres de Mallorca durante largos periodos de tiempo yo no recuerdo que entre ellos se diese la misma relación de amor y recelo que marca las pautas del encuentro entre dos escritores cualesquiera de raza. Américo Castro, sí; Miguel Ángel Asturias, también; Pepe Caballero Bonald, por supuesto. Mario Vargas Llosa, no; demasiado joven (demasiado educado, demasiado tímido, dirían los malévolos). Siento que mi memoria falle si me equivoco pero los lazos hay que buscarlos allí donde, por otra parte, deberían estar siempre que se habla de escritores: en la literatura que, con mejor o peor oficio, lanzan al mundo, y a veces con tanto éxito que van y les dan el Premio Nobel.