Al grito de «¡Greco, Velázquez, inspiradme!», los genios extintos debieron de acudir al auxilio de Pablo Picasso. La frase, serigrafiada en un tabique de la Fundación Bancaja, resume la exposición en torno al pintor malagueño que alberga el centro hasta el próximo febrero, con cerca de doscientas obras, casi todas de los fondos de la propia fundación, que posee «la colección de obra gráfica más importante en manos privadas» del artista, según el comisario de la muestra, Javier Molins.

Si hace unos meses Bancaja cambiaba de prisma sobre la obra de Picasso para analizar la influencia que tuvo la televisión en su obra, ahora saca del fondo de armario una ingente muestra que reflexiona sobre la huella que imprimieron determinados museos en el imaginario del pintor. En Picasso y el museo, junto a la colección del centro „de la que se exhiben obras amagadas durante 15 años„, la exposición cuenta con obras cedidas por el Reina Sofía o el Museo Picasso de Málaga. Entre las aportaciones exógenas, el propio comisario reparaba en dos tesoros, como el Cuaderno número 7, en el que se distinguen los últimos bosquejos de Las señoritas de Avignon, y dos óleos de los sesenta en torno al motivo El pintor y la modelo que nunca habían visitado Valencia.

Precisamente estas dos obras, que presiden la estancia principal, establecen las primeras conexiones de Picasso son sus tardes de museo. Recorrer el Prado fue, a los 13 años, su rito iniciático. Allí quedaría prendado de Zurbarán, de Goya, del Greco y de Velázquez, y de este último se gestaría la obsesión por Las Meninas hasta acabar realizando como un maníaco 44 versiones, hoy en el museo dedicado al pintor en Barcelona y que, pese al anhelo declarado del comisario por acercarlas a Valencia, no han salido de casa. De Las Meninas y de La familia de Carlos IV de Goya, con sus autores autorretratados, prevalecería en el autor la idea de reunir al pintor y a su musa en el mismo lienzo.

Entre todos los artistas que marcaron su etapa de formación, hubo de uno de quien se sintió profeta casi en el desierto. Así lo acredita un autorretrato del malagueño ataviado con los ropajes propios de Doménikos Theotokópoulos. El Greco, cuando este era aún un artista de culto sin sala propia en el museo capitalino, fue inspiración y bandera de Picasso, quien quedó imbuido por El entierro del conde Orgaz, el cual reprodujo en el melancólico El entierro de Casagemans y más tarde en versiones, incluso paródicas, que se pueden ver en la muestra.

Junto el dedicado al Greco, el voyeurismo de Degas, los mosqueteros rembrandtianos y las aventuras amorosas de Rafael son los espacios en los que se divide la exposición y que establecen los puentes de Picasso con sus mitos. Los otros cuatro son museos. Como en el Prado, Picasso, ya maduro, quedó cautio del Louvre, refugio en su exilio a Francia y donde se le veía «como un perro de caza» por las galerías de antigüedades egipcias y fenicias, según relató el pintor Soffici. Allí se obsesionó con Delacroix y Las mujeres de Argel, de la que realizó varias versiones. Del Trocadero de París captaría el arte primitivo que le condujo a la génesis del cubismo en Las señoritas de Avignon y del museo Ingres en Montauban quedó prendado de El baño turco. Las decenas de grabados que pueblan el edificio de la plaza Tetuán fijan la persecución del genio malagueño tras quienes le precedieron.