La crisis ha derrumbado algunos mitos (entre otros, el modelo irlandés de los 80 y el «milagro español» de los 90), pero amaga con instaurar otros. En Islandia se ha querido ver una aleccionadora respuesta a la crisis. Que una pequeña isla de antiguos pescadores dejase caer a sus bancos sobredimensionados, rechazase en dos referéndum la pretensión gubernamental de reconocer las deudas asumidas por su banca con el exterior, procesase a su primer ministro por supuesta negligencia en la conducción de la economía y esté saliendo de la recesión ha alimentado la creencia de que se trata de una vía alternativa y de éxito sin costes.

Pero este diagnóstico es fidedigno sólo de modo muy parcial. Islandia no acudió a salvar a sus bancos porque no tenía dinero suficiente para ello. Pero lo intentó. El país llegó a pedírselo a Rusia para tratar de parar el derrumbe de sus tres grandes bancos (Kaupthing, Landsbanki y Glitnir), que habían alcanzado un tamaño elefantiásico, equivalente a once veces el PIB nacional, tras años de lujuria especulativa, ligada a la «burbuja» inmobiliaria y a políticas desregulatorias, privatizaciones, baja fiscalidad y otras reformas liberalizadoras que imperaron desde los 90 y que, como en España e Irlanda, generaron una fortísima expansión del crédito y de la deuda de empresas y familias, un excesivo déficit exterior y elevada entrada de capitales, una rauda subida de la bolsa, el crecimiento desmesurado del negocio financiero y el alza trepidante del precio de la vivienda, convirtiéndose en tres ejemplos de «economías de casino».

Pero eso no significa que el Estado y los islandeses no hayan asumido costes por la crisis. El país dejó caer a los bancos que no era capaz de rescatar y fundó otros, nacionalizando el sector, con el propósito de su posterior reprivatización, y a los que traspasó los ahorros de sus ciudadanos. Lo que no protegió fue a los ahorradores externos, que tuvieron que asumir costes (una quita del 70 %). Pero no otra cosa tuvo que acabar aceptando la banca acreedora de Grecia. Los acreedores extranjeros de la antigua banca islandesa pasaron a ser accionistas de las nuevas entidades (Arion, Islandsbank y NBI). Y el Estado islandés, contra la creencia popular, sí inyectó en la banca ingentes cifras de recursos, estimados en el 25 % del PIB.

Rescate

La visión de un pequeño país luchando a brazo partido contra la gran banca, el capitalismo internacional y la supuesta clase política oligárquica, mostrando al mundo una bizarría exenta de contratiempos, está un poco exagerada.

El país también tuvo que pedir su rescate al FMI y acatar condiciones y contrapartidas. Hubo subidas fiscales (IRPF e IVA) y creación de otros impuestos. El exprimer ministro conservador Geir Haarde, forzado a dimitir en febrero de 2009, fue procesado por supuesta responsabilidad y negligencia durante la crisis y el colapso financiero, pero fue absuelto de 3 de los 4 delitos que se le atribuyeron. Sólo se le condenó por violación de una ley que le obligaba a haber convocado a su Consejo de Ministros.

La solución islandesa no ha eximido de sacrificios a la población: el país otrora calificado por la ONU como el «más feliz del mundo» se encontró con la imposición de un «corralito» para limitar la disponibilidad por los ciudadanos del ahorro depositado en los bancos, controles de capitales para restringir la salida de fondos del país, aumento de la presión fiscal, fuerte recorte del gasto público, retorno a la emigración, caída de los salarios y una elevación súbita de las cargas financieras de las familias (muy hipotecadas) como consecuencia de la devaluación de la corona islandesa. Todo ello introdujo un factor de empobrecimiento generalizado.

50.000 euros por familia

Fue en ese contexto cuando la población se negó a asumir el pago (50.000 euros por familia) de la deuda que los bancos habían contraído con inversores extranjeros para alimentar la maquinaria de crédito, y en particular los 4.000 millones de euros (casi la mitad del PIB del país) que el banco en internet Icesave adeudaba a ahorradores e inversores foráneos. Estos ahorros, entre otros, permitieron a los islandeses endeudarse muy por encima de sus posibilidades.

Pero la negativa (la rebeldía islandesa), además de una reacción de pundonor y enojo, fue también producto de un estado de necesidad, agravado por el deterioro económico y el elevadísimo endeudamiento en que habían incurrido ciudadanos (200 % del PIB) y empresas (más del 210 %). Como le ocurrió al Estado con los bancos, los contribuyentes tampoco tenían dónde obtener más recursos para afrontar los nuevos pagos.

La ciudadanía de muchos países ha mirado a Islandia como posible modelo en la estrategia de salida de la crisis. Pero la realidad no es tan ejemplar. Con Islandia ocurre como con la UE. Entre 2009 y 2011 en España se aseguró que éste era el único país que seguía en crisis y que todos los demás ya la habían superado. Era falso pero el mensaje caló. Islandia empieza a vislumbrar atisbos de repunte esperanzadores. Pero empiezan las matizaciones. Una, que también fue el primer país en entrar en la espiral recesiva y el que, por consiguiente, más tiempo llevaba en postración.

Para este año el FMI prevé que la economía islandesa, que retrocedió el 7 % en 2009, crezca el 2,4 % frente a una merma en la eurozona del 0,5 %. Y es un hecho que el paro se ha reducido en un tercio: ha caído del 10 % al 7 % de la población activa. Pero esta tasa, envidiable desde la perspectiva española, sigue siendo elevadísima en un país acostumbrado al pleno empleo, a diferencia de lo que ocurre en España, donde el desempleo sólo bajó del 10 % entre 2005 y 2007.