Érase una vez un club, normal y corriente, con sus jugadores, su afición, su estadio y su equipo. Un equipo que fue creciendo y consiguió ser, ni más ni menos, la espina dorsal de la selección de su país, ahí es nada. Y los políticos miraban con buena cara al club porque divulgaba el nombre de la ciudad por todo el planeta. Pero érase una vez que los dirigentes creyeron que aquello no era un club, sino un negocio, que los pelotazos no eran un golpe de pelota, sino de talonario, e idearon una operación para enriquecerse ellos y sus amigos. Reivindicaron el argumento de ser un club pregonero de la ciudad y sus virtudes y engatusaron a unos y a otros con maquetas y recalificaciones. Imaginaron el «mejor estadio del mundo», las más cuantiosas plusvalías, la especulación más descarada y se embarcaron en una aventura turbia buscando compañeros de viaje variopintos. Pensando en sus negocios se olvidaron del club.

Pero los dioses, viendo tanto desatino y tanto abuso, se enfadaron y mandaron a la diosa Crisis para que castigara a los tiranos. Las grandes torres, las plusvalías, los negocios dudosos, se esfumaron, la diosa Crisis extendió su manto y castigó a los malandrines convirtiendo en hojalata lo que creían oro. Vino el llanto y el crujir de dientes. El famoso estadio, el más de lo más, se quedó a medias lleno de telarañas, las parcelas no se vendían ni a tiros, y los números rojos empezaron a chillar y chillar sin que nadie pudiera callarlos. Los abusantes desaparecieron con disimulo y el club, arruinado, empezó a vender a sus jugadores uno tras otro. De aquella mayoría que compuso la selección triunfadora, sólo quedó uno. El club ya no pasea el nombre de la ciudad por ningún sitio y se le conoce por los apellidos de los que estaban, pero ya no están. Nadie comió perdices; o tal vez sí, los de siempre. Y vuelta a empezar; los aficionados, cansados, regresaron al viejo estadio a animar los colores de la camiseta tratando de olvidarse de cuando la avaricia de algunos, infinita por cierto, acabó con lo que creían que era su club. Ya ven, agitando el señuelo tramposo de un gran estadio, acabaron con un gran equipo.