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Jesús Civera

Sandeces memorables

Santamaría es el calvo peleando por el peine. Los peines no suelen ser objetos de deseo para los pelones. ¿Para que lo necesita entonces? Para enseñarlo, como elemento decorativo, o para convertirlo en instrumento de politiqueo. La Acadèmia Valenciana de la Llengua se ha transformado, en los últimos tiempos, en el peine y el calvo, todo en una misma figura idealizada. Se usa como material incendiario cuando la realidad objetiva o subjetiva atosiga al Consell o queda apartada en un rincón cuando al Consell le van mejor las cosas. Lo mismo sucedía con Cataluña antes, pero desde que Caixabank compró el Banco de Valencia a la sombra de Rajoy y desde que la entidad financiera patrocina al Valencia CF -¡quién se lo hubiera dicho a Paquita la Rebentaplenaris!-, el vacío discursivo del gabinete de Fabra ha de arañar la mima piedra bajo nuevos muros, y escalarlos soportando la contradicción en las espaldas es un esfuerzo de titanes. La AVL está para eso. Es débil. Contemporiza. Sirve por tanto como objetivo del pim-pam-pum. Ni siquiera la defienden los empresarios, que últimamente hasta defienden a Cataluña y no le pasan ni una al Consell. El de ayer de Santamaría es el tercer ataque ilustre del PP contra la Acadèmia del PP que fundó el propio PP. Hay que ver las vueltas que da la vida. En la última emboscada hubo una retirada razonable -una tregua dilatada- tras intervenir Catalá y Ciscar y entrevistarse Ramón Ferrer con Fabra.

Desde que Santamaría ocupó la conselleria apenas ha atestiguado ideas. Ayer produjo algo más aristocrático: una objeción. La vida política posee dos vías: la del reparo y la de la creación. Santamaría, de momento, ha elegido la primera. En su primera escena pública -más allá de la gestión de los fuegos de los montes- ofreció su opinión sobre el papel que le coresponde a la AVL en este mundo: el del casticismo de una barraca testimonial y lizondista. Pero sobre todo ofreció su verdadero rostro: el de su fidelidad a la instrumentalización, como el galeote que siempre rema hacia donde le indican. Y el rumbo es éste: engrandezcamos el fantasma diabólico de la transición para ocultar nuestras miserias. Bonig, al menos, fabrica ese producto con gracia. Un político es, en parte, un intérprete, y Santamaría aún ha deslizarse por ese juego de las verosimilitudes sin besar el suelo. Rus, por el contrario, lanzó ayer mismo un eructo contra la izquierda vestida con barretina y sin embargo no pasó de ser una fuente de chocolate derramándose sobre su propia identidad. Una tradición más. Como el Corpus o les gaiates, la pirotecnia y los «bous», las naranjas y (ahora) los caquis. En fin, el perfume inviolable de «lo nostre» en los tiempos del Google. Gas, al fin y al cabo.

Bonig, en un acto de higiene -¿por qué los políticos son reacios a decir lo que piensan?-, limpio y natural, dijo el otro día que «no todo está perdido». La inusual aparición de Santamaría, el nuevo conseller/filólogo, sólo ha servido para recusarla. Echar mano de lo deleznable -de lo que dividió a los valencianos- es como admitir que hay mucha angustia en el PP. Y dinamitar la ética del Consell, que ha de ser la de la responsabilidad. Dejen las frivolidades para la oposición. Una sandez dicha de forma memorable no deja de ser una sandez.

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