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El reparto ilusorio

A raíz de la «nueva normalidad» surgida de la caída económico-financiera de 2007 (crecimiento escaso, tipos de interés bajos, descenso del crédito, coqueteo con la deflación), han vuelto a emerger voces que reclaman soluciones aparentemente justas para paliar las peores consecuencias que ha dejado la crisis en Occidente: un paro elevado y el aumento de la precariedad laboral (especialmente, a partir del crecimiento del subempleo).

Así, economistas como Jeremy Rifkin (que se hizo famoso en los 90, con un ensayo titulado El fin del trabajo) u hombres de empresa como Carlos Slim (que recomienda jornadas laborales de 11 horas, durante tres días, ante la imposibilidad de que todo el mundo pueda trabajar) abogan por el reparto del tiempo de trabajo, que tendría la doble virtud de disminuir el paro y dejar más tiempo de ocio a la atemorizada clase media. El último en apuntarse al fomento del descanso de los empleados ha sido Richard Branson, propietario de Virgin, que ha propuesto a los trabajadores de la sede central de la compañía no tener límite en el número de días de vacaciones€ siempre que se comprometan a hacer frente a sus proyectos y a que su ausencia no dañe el negocio.

Lo que no tienen en cuenta estos visionarios es que, con el aumento de los mini-jobs y de los autónomos-emprendedores (en realidad freelances que, muchos meses, no pueden pagar las cuotas mínimas a Hacienda), si ya resultaba difícil llegar a fin de mes con sueldos de 40 horas semanales (la deflación afecta a productos de consumo duradero; en cambio, solo hay que ver recibos de servicios básicos para observar que la caída de precios no existe), es dudoso que una parte sustancial de la población pueda dedicarse a leer a Proust e ir a museos€ si los honorarios no dan para vivir ni en días trabajados ni en no trabajados.

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