Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Matías Vallés

El periodismo, según Ben Bradlee

El creador del periodismo contemporáneo hubiera suspendido en las facultades que han encorsetado una profesión con vocación de irresponsabilidad.

Ben Bradlee hubiera suspendido las asignaturas teóricas y deontológicas de las rimbombantes facultades de Ciencias de la Información. Por eso mismo fue un periodista excepcional, el creador de las coordenadas de la prensa contemporánea desde la dirección de un Washington Post al que arrancó de la irrelevancia. Obtuvo 19 premios Pulitzer, aunque tuvo que devolver uno a causa de un error mayúsculo. Los insignes catedráticos españoles no recibirían un galardón semejante ni sumando sus esfuerzos en una década de ejercicio de la profesión que nunca han practicado.

A Bradlee le sobraba un adjetivo para abarcar el ejemplar de cada día: «crujiente». También aquí se alejaba de las sesudas disquisiciones académicas, que encorsetan una profesión con vocación de irresponsabilidad. Era un rudo aristócrata o brahmin de Boston, se olvida a menudo que dio patente a los chismorreos al idear las secciones de Estilo hoy universales, y que hasta su llegada a la dirección se envolvían con un denigratorio Mujer. Democratizó la moda, multiplicó los perfiles que avalan la libertad del retratista, rechazó los titulares inertes o cargados de peros. También se le recuerda por haber capitaneado la investigación del caso Watergate. Ha muerto cuarenta años después de la dimisión del presidente Nixon.

Bradlee trabajó medio siglo en el Washington Post sin haber firmado jamás un contrato. En las facultades adormecidas lo liofilizan para presentarlo como un ser aséptico, en su descubrimiento del escándalo que acabó con la presidencia. Es una versión conveniente para quienes equiparan redacciones y laboratorios, pero también radicalmente falsa. Bradlee odiaba visceralmente al Nixon que evisceró, porque el presidente encarnaba los valores antagónicos de John F. Kennedy, amigo personal del periodista. Por supuesto, la hostilidad mutua no le evitó la necesidad de demostrar pulcramente sus acusaciones. El Watergate ha sobrevivido a la autopsia de centenares de eruditos que jamás hubieran sabido desvelarlo.

Bradlee no ingresará en la historia por su prosa. Era consciente de sus limitaciones, pero también de que el liderazgo consistía en rodearse de los mejores en cada parcela, y en dejarlos campar a sus anchas. Impaciente con los mediocres, se implicó sin fisuras con su redacción. Sirvió de baluarte frente a las presiones contra el diario, o frente a los ataques a sus redactores. No le importaba enemistarse por una noticia con su círculo íntimo, empezando por el propio Kennedy. En numerosas fotografías aparece riendo, incluso cuando se dirige a declarar ante el juez por la publicación de los papeles del Pentágono. La desarmante confianza en sí mismo era la marca del estratega que desbarató el poder absoluto de la Casa Blanca desde un periódico. Esta energía permitió afirmar a su sucesor en la dirección que «lo hubiéramos seguido en cualquier batalla, sin importarnos el peligro».

La cúpula del Washington Post reproducía el Camelot de la administración Kennedy. Se aprende más periodismo viendo un episodio de Salvados que asistiendo a una clase magistral de los catedráticos de la asignatura, lo cual no les impediría reprochar a Bradlee su dirección cuerpo a cuerpo, su desenfado al dirigirse a colegas y autoridades. La canonización a ciegas del periodista debe hacerse con todas las consecuencias. Recién elevado al timón del periódico estadounidense, Bradlee tuvo que responder a la ácida misiva de un suscriptor. Encabezó su réplica con un definitivo «Querido tonto del culo». Se decidió que era preferible que el director no interaccionara epistolarmente con los lectores.

En una obligada confesión de parte, el autor de este homenaje a Bradlee carece de títulos periodísticos. El director fallecido había sido alumno no demasiado brillante de Harvard, pero su forma de expresión era el fragor de la redacción. Moldeó a su imagen y semejanza a Katharine Graham, magistral editora de un Post que recibió en herencia tras el fallecimiento de su padre y de su marido. Tal vez la relación entre la empresaria y su directivo desbordó la linde profesional. Las respuestas de Bradlee sobre el periodismo se hallan en su autobiografía, de título original Una buena vida. Y allí se burla precisamente de la obsesión reguladora de una actividad volátil. El rey de la tensión creativa aportaba en el libro una humilde norma para el desempeño laboral: «Saca hoy el periódico más honesto que puedas y mejóralo mañana».

Compartir el artículo

stats