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El show de la muerte

Señora, ¿tiene asumido ya que jamás volverá a ver a su hijo? Señora, ¿llorará mucho cuando esté sola? Cualquiera puede pensar que estas preguntas están a la altura de las míticas que elevaron a Nieves Herrero a principios de la década del 90 a la categoría de reina de la basura televisiva, cuando la dama se puso fina y estupenda y se marchó al pueblo de Alcàsser a montar su carpa para indagar ante las cámaras lo que es el dolor por la pérdida de tus hijas el día en que aparecen sus cadáveres y medio país vive el hallazgo como si aquellas niñas fueran de todos. Pero no, las frases de arriba las hace un periodista del siglo XXI, Josep Cuní, un hombre que mantiene una conversación con Mercè Gorris, madre de uno de los fallecidos en el accidente de avión del Airbús 320 de la compañía Germanwings en los Alpes franceses, una tragedia que se llevó por delante a 150 personas. La conversación ocurre en una tele local, 8tv Catalunya, y al tal Cuní le faltó coronar la entrevista como se coronan estos encuentros donde en nombre del periodismo se dan los desatinos más abyectos. Señora, tenía que haber preguntado, ¿qué se siente al perder a un hijo así, sabiendo que nunca más lo volverá a ver? Desde 1993 a 2015 han pasado 22 años, se ha criticado por arriba y por abajo esa forma sucia y carroñera de hacer televisión, hemos visto medio compungidas a las estrellas de la tarde, la mañana y la noche haciendo pucheritos de arrepentimiento, dando a entender que no, que no volverán a caer en la tentación, que el periodismo no tiene nada que ver con la exhibición obscena, interesada y especulativa del dolor y de los sentimientos, pero mira por dónde un lunático decide estrellarse junto a un puñado de viajeros en un vuelo que sale de Barcelona y jamás llega a Dusseldorf. Y todo vuelve a comenzar.

Turismo necrológico. La otra mañana, todas las cadenas, aunque tienen a sus reinas en reposo, retomaron el tema con sus sustitutos. De La 1 a Telecinco. Todas enfrascadas en el barrizal, dando vueltas como las da un cuervo, un buitre, una urraca, una corneja. Se ha analizado el ADN de muchos cadáveres, pero aún quedan otros tantos por analizar, es decir, aún hay caso, aún se puede localizar a un padre, a una madre, a un hermano dispuesto a contar «¿qué se siente al perder a un hijo?». Para que la llama no se apague hemos visto no sólo en los magacines, que como sabemos tienden más al entretenimiento, sino en los informativos, imágenes de Andreas Lubitz dando clases en una avioneta en la escuela donde aprendía a volar, y he escuchado a los corresponsales de TVE contar cualquier detalle del copiloto. José Carlos Gallardo entra cada día en directo desde Seyne-les-Alpes para confirmar, por ejemplo, que el impacto fue tan brutal que no ha aparecido ningún cadáver entero, que los pasajeros fueron pulverizados. Si yo fuera un familiar de alguno de esos viajeros el escalofrío y el dolor serían tan grandes como si no lo fuera. Cualquier dato, por nimio que sea, tiene cabida en los informativos, y por supuesto en los magacines. Los tertulianos que vemos a diario hablar de cuestiones económicas, políticas, del clima o de terrorismo, se han convertido en horas en expertos que hablan con más soltura que los pilotos sobre aeronaves. De nuevo los platós de televisión se han llenado de aves carroñeras que, subidas a la ola de la oportunidad, picotean sobre los cuerpos desperdigados en un paisaje de difícil acceso. Menos mal. De lo contrario veríamos centenares de cadenas instaladas lo más cerca posible de la zona cero. El olor de la muerte sigue siendo irresistible. Tanto que el accidente de Germanwings va a revitalizar esta zona de los Alpes franceses como destino turístico. Turismo necrológico. Como suena.

El dolor banalizado. Desde el momento en que los medios, sobre todo la televisión, convierten el accidente en objeto de interés más allá del interés periodístico, la muerte, los muertos, la familia, el dolor y todo lo que rodea la tragedia es despojado del halo humano y se convierte en mero espectáculo, y el lugar del suceso en una romería, en un acicate para fomentar la gastronomía de la zona y llenar los hoteles. Verán. Hace unos días hubo una explosión de gas en un edificio del East Village neoyorquino con decenas de heridos y algunos desaparecidos. La explosión provocó columnas de humo y fuego. ¿Qué hizo un grupo de chicas jóvenes a escasos metros del accidente? Sacar un móvil, colocarlo en la punta de un palo, y hacerse una foto colectiva la mar de sonrientes con las llamas de fondo. Seguro que no es mala gente. Igual que no lo es la gente que acude en romería a Seyne-les-Alpes. Es más fácil. Han banalizado la tragedia. La han despojado del dolor. Es un divertimento. No quiero pensar que cuando el programa vespertino de La Sexta Más vale tarde invita al experto criminalista Jorge Jiménez para hacer «una autopsia sicológica de Lubitz» no lo haga de buena fe y sólo sea un divertimento que se monta alrededor de esta ola que arrastra decenas de muertos al salón de casa. La sangre tiene mucho tirón. No hay más que ver lo que ha pasado en las calles de medio país esta semana con la exaltación pornográfico religiosa de la muerte y el dolor. Y de nuevo, como ocurre en los platós, muerte y dolor banalizados, puro espectáculo, un show con vírgenes dolorosas y sangres benditas de cristos atados, azotados, y doloridos por puro amor, para salvar al prójimo. Y al turismo. Un dislate. Pero no todo está perdido. A veces la sensatez surge donde menos te esperas. Hablo del fiscal de Marsella, Brice Robin, que fue dando detalles de la tragedia «claro en la exposición, frío en la interpretación y paciente con los medios», un análisis perfecto de Lara Siscar, la presentadora de informativos del Canal 24H, que así lo explicaba en su cuenta de Twitter. Que el show no pare, que la muerte tampoco lo hará.

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