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Isabel Preysler

Interese o no interese, es de los rostros más presentes para cualquier mortal. Los toreros se cortan la coleta; los gobernantes pasan cuando no los pilla el toro valga la redundancia; menudo jaleo el que arman las estrellas del balompié pese a nacer con fecha de caducidad; las bailarinas relucen con luz propia hasta que dejan de brillar... pero Preysler es otra historia. Cuando lo único que atraía de pasar por el barbero en el arranque de los setenta era encontrarse con Carolina de Mónaco, ella hizo padre a ese cantante que, pese a haberse labrado un nombre en Benidorm, no sabía qué hacer con las manos ni con los bolsillos, en contraposición a otros que triunfarían con posterioridad. Allí estaba en el couché y ahí continúa proporcionando impactos de alcance. Es de los seres que ha alcanzado mayor estabilidad llamémosle laboral simultaneando espacio en su revista con la prole rubita del melódico Julio, en lo que deben ser bienes gananciales. Y cuando plebe de Felipe cambió la pana por la beautiful, la irrupción de aquella mujer de rasgos orientales le originó una crisis de Gobierno. Los rumores sobre que un señor tan puesto y circunspecto como Boyer andaba loquito de atar se esparcieron por los cuatro puntos cardinales, al igual que ha sucedido ahora al oficializar el semanario de cabecera que la tendencia de temporada es de Nobel. Es como si el baluarte del género frívolo necesitara alimentarse de lo más exigente del mercado para ganar consistencia. Aunque a veces, ya saben, la línea entre frivolité y lo opuesto, entre lo novelesco y lo real se confundan. Lo advirtió García Márquez después de que su entonces íntimo Vargas Llosa se separara de la tía Julia para casarse con su prima Patricia: «La siguiente tiene que ser su hermana». Pero no. La actualidad y la ficción saben que nada tienen que hacer cuando con Preysler hemos topado.

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