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Un recuerdo envenenado

Ángel: «La gente que un día decide contraer matrimonio por cualquier tipo de razones, incluida la sinrazón, se empeña en rascarse el bolsillo para gastarse los cuartos en fotos que les recuerden el día de su boda sin saber que un día, a traición y casi siempre sin previo aviso, se pueden volver en su contra. Esos novios a los que puedes observar a la intemperie de un escaparate en cualquier calle, modelos improvisados de un desfile altamente planificado, posan rebosantes de felicidad petrificada y golosas auras de falso glamour, grapados a sonrisas de dicha ensayada o, como mínimo, muy meditada, y luego sacarán a pasear esos instantes carísimos sobre cartón, encerrados en álbumes pesados y de encuadernación pomposa, o atrapados en marcos enormes que hagan de sarcófago a tanto gesto lacado.

Y pasa el tiempo, y pesan los años como losas y la humanidad que habita en esos mausoleos de papel va desapareciendo o cortando amarras con la realidad. Espíritus varados en el mar muerto. Da miedo asomarse a esas barandillas del pasado y hacer censo de bajas. Es algo peor que la nostalgia, mucho más dañino que la melancolía. Rostros desvanecidos por el olvido, sonrisas devoradas por la enfermedad, imágenes de familias diezmadas, arrugas que llegaron a su destino, miradas tiernas que la vida se encargó de endurecer. Ecos de bailes zanjados, de entrechocar de copas íntimas que ahora están vacías, de risas enjauladas en merengue y cánticos en fuga. Y un día, los protagonistas de la jornada tal vez, si las bodas vienen mal dadas, se acercarán al álbum con miedo de la ausencia de sentimientos, caídos en el combate de la indiferencia, la rutina y el desaliento. O, en el caso de que se haya recurrido además al vídeo, se podrá asistir a una película en la que el guionista ha caído en todos los tópicos habidos y por haber. Quizá no sea yo la persona más adecuada para hablar de estas fosas. Ayer firmé los papeles del divorcio y Marta tuvo el perverso detalle de dejarme como recuerdo nuestro álbum de bodas».

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