Una ola de solidaridad recorre los hogares. Las imágenes de Aylan, el niño ahogado al naufragar el bote hinchable con el que su familia huía de la pobreza y la guerra, hacen que las mentes se abran y fluyan los sentimientos hacia la ayuda institucional, social y personal.
Y mientras las familias se apuntan en el registro abierto para acoger en sus casas a uno, dos, tres o cuatro refugiados sirios, libios, iraquíes o afganos que intentan asentarse en Europa, muchos pasamos junto a personas sin techo o niños comidos por los mocos sin percibir que están apoyados en una esquina de una calle céntrica de la ciudad, o exigimos a las autoridades locales que envíen a la policía al pasaje donde vivimos porque en él duermen vagabundos que huelen mal y por la noche se pelean.
Por desgracia, hay muchos Aylan en el mundo, muertos y también vivos. Los hay que mueren de sed en Sudán del Sur; y que vagan sin comida por Haití; pero también miran con sus ojos grandes e inquisitivos desde parajes más cercanos, como los asentamientos de familias sin hogar en naves industriales abandonadas de Valencia o como las esquinas y terrazas de los centros históricos en los que transitan pidiendo una limosna.
La solidaridad siempre ha de ser bienvenida porque, como dice la canción, «todos los días es Navidad», y da lo mismo con quién se ejerza, aunque en estos días esté alimentada por las imágenes del Telediario, que unos días elige un encuadre y otros selecciona uno distinto sin que se sepa bien el porqué.
En breve, cientos de refugiados llegarán a la Comunitat Valenciana y recibirán la solidaridad de instituciones y ciudadanos. Y algunos se sentirán incómodos por su presencia, porque se les instala en un antiguo hospital que ellos querían recuperar o se les acomoda en un colegio mayor vacío para el que la universidad tenía otros planes. Entonces deberán pensar que el 99,9 % de las personas del mundo viven peor que ellos y que deberían sentirse afortunados.