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Cataluña: ¿Un salvavidas electoral para Rajoy?

Como es sabido, la táctica de respuesta de Rajoy frente al independentismo catalán (y frente a muchas otras cosas) es muy sencilla: no hacer nada. Dejar que las cosas se solucionen por sí mismas. No es que rehuir los problemas sea una actitud ante los problemas muy propia de quien tiene responsabilidades de gobierno, pero en ocasiones funciona. O funciona mejor, al menos, que algunas de las alternativas.

Por ejemplo, en lo que se refiere a Cataluña, no hacer nada es mejor que enviar los tanques, o incendiar los medios con titulares agresivos. Son dos cosas que no ha hecho Rajoy -entre otras muchas que tampoco ha hecho-, para desaliento del independentismo catalán más «puro» y victimista, que suspira por encontrarse frente a una España tan hostil, intransigente y autoritaria como ellos mismos han dibujado, en calidad de antagonista de sus aspiraciones de independencia.

El eterno «procés» independentista tiene mucho de juego de máscaras y poses posmodernas. En parte por falta de sustancia, en parte porque su objetivo es continuar tirando del carro por más tiempo, en la convicción de que cuanto más dure el asunto más madurará el independentismo como una opción viable y preferida por una mayoría de la sociedad catalana. Esta apuesta ha funcionado bastante bien hasta ahora, en líneas generales, pero también se ha topado con un techo difícil de franquear: puede que el independentismo sea hegemónico en los discursos, las opiniones y el espacio público catalán, pero aún dista mucho de ser auténticamente mayoritario. Sobre todo, si es un independentismo que va en serio, y no sólo una pose.

Hasta ahora, el independentismo flaquea y pierde fuerza justo cuando ha de dar pasos reales en pro de la independencia. En esos momentos, se perciben las tensiones entre la alianza de partidos políticos y colectivos sociales, que es muy variada y diversa. La hoja de ruta de la CUP tiene poco que ver con la de ERC, y casi nada con la de Convergència (cuyo independentismo pasa, ante todo y sobre todo, por seguir detentando el poder autonómico). Además, la asunción, por parte del independentismo catalán, de que representan a los catalanes en su conjunto es muy difícil de defender, a la vista de los recientes resultados electorales. Y no sólo porque el independentismo no llegase al 50 % de los votos, sino porque, aunque lo hubiera hecho, se habría tratado de un referéndum de parte (unas elecciones que sólo una de las partes en conflicto considera un referéndum legítimo).

Montar una hoja de ruta independentista tan veloz y drástica como la planteada, fundamentándose en una legitimidad insuficiente e inapropiada (unas elecciones autonómicas), resulta absolutamente impresentable, y prefigura su fracaso. Al menos, en el corto plazo. También posibilita que incluso Mariano Rajoy haya de salir de su letargo, en el momento más propicio, para liderar la respuesta a dicha hoja de ruta y cargarse de legitimidad.

Pocos temas pueden ajustarse mejor a la agenda electoral del PP que este. En todo caso, más que una recuperación económica que la mayoría de la población no percibe, y no digamos otras cuestiones, como la regeneración de las instituciones, o la honradez de los dirigentes políticos (aquí, el PP y Convergència parecen hermanados en el 3 %).

La coincidencia de ambos factores no es en absoluto casual, porque también el independentismo quiere seguir nutriéndose de un útil gobierno de «supervillanos españolistas» en Madrid, que les cargue de razón ante los suyos. Un gobierno del PP, o del PP apoyado por Ciudadanos, que encarne una férrea oposición ante cualquier cosa que pueda llegar desde el catalanismo, sea o no razonable.

Un gobierno tan «españolazo» que los socios de Convergència en su aventura independentista no tengan más remedio que apoyar a Artur Mas para que siga al frente de la Generalitat de Cataluña, con el fin de defenderles de un enemigo tan insólito como Mariano Rajoy.

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