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La última etiqueta

La vida de Martina empezó de nuevo el día en que, por fin, pudo desprenderse de la última etiqueta que „junto a otras muchas„ había cargado desde el día en que nació. De hecho, siempre contaba que nada más llegar al mundo exterior desde el confortable útero materno, lo primero que hizo el doctor fue introducir en silencio por su pequeña cabecita un cordel que sostenía un papelito blanco con la siguiente frase: «Es muy pequeña». Y así, siendo muy pequeña, pasó los primeras horas de vida. Sus padres la recibieron, muy pequeña, con un caluroso abrazo lleno de amor y, por ello, un día después y con la noche mediante decidieron obsequiarla con otro cartelito igual al anterior que ponía: «Es una llorona». ¡Ya tenía dos! Cuando pasó un tiempo, su tío le regaló uno inmenso con la leyenda «Es una caprichosa», y un maestro del colegio hizo lo propio con otro que alegaba que era «demasiado imaginativa». Pero el favorito de la pequeña llorona caprichosa y excesivamente imaginativa era el que le habían regalado sus abuelos, aunque nunca supo si le gustaba o no: «Es muy buena». Poco a poco, los años pasaban y las etiquetas se reproducían en una locura sin freno. Lenta, flaca, impetuosa, radical, complaciente, ambiciosa, callada.... Cada persona en su vida le regalaba una, como si de una ofrenda se tratase, y en pocos años Martina dejó de verse, oculta en un inmenso árbol de navidad formado por miles de papelitos blancos.

Un día, caminando por la calle, se dio cuenta de que no podía dar un paso más. Las etiquetas habían adquirido vida propia e hiciera lo que hiciera no podía desprenderse de ellas. Le cegaban la visión, y el volumen que había adquirido era tal que sólo podía estarse inmóvil como un simple muñeco. Y le dio mucha pena verse así. Tanta tanta que empezó a llorar mares de lágrimas, ríos de agua salvaje que arrastraban todo lo que tenían por delante empujando hasta el agujero negro del alcantarillado basura por doquier y miles y miles de extrañas etiquetas añejas.

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