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La memoria de las conchas

El otro día murió el tio Pedro, un señor enjuto y largo, sostenido por unos enormes ojos azules y un cuerpo delgado y bailón. Se sentaba todos los días, cuando se iba el sol, en la puerta de su casa en una calle blanca y larga de un pueblo valenciano con olor a sal y a tarde. Allí hablaba a veces; otras, solo callaba. Pocas palabras son oro y demasiadas, lodo, sentenciaba entre risas. Lentamente, cada atardecer depositaba junto a él un cubo lleno de conchas vacías que esa misma mañana había ido recolectando en la playa a paso lento como meditando o como si, en el fondo, estuviera recuperando para si algo de un valor incalculable que a los demás nos era imperceptible.

Luego, una a una, las introducía en un paño blanquísimo y las frotaba con amor y dulzura, sin tiempo ni reloj, hasta que quedaban limpias y relucientes y mostraban al mundo una gama de marrones, ocres y naranjas, impercepibles bajo la capa de arena que las solía ocultar. Su olor, decía, le recordaba su vida entera, cuando era un marinero. Las olía lentamente y contaba como engatusó a su mujer para que se casara con él haciéndole creer que era todo un capitan de barco cuando apenas conseguía mantener a flote una pequeña barquita carcomida. Aspiraba de nuevo y su mirada se perdía muy lejos cuando recordaba las negras noches en alta mar con los hijos y la familia tan lejos. Y una concha detrás de otra, las respiraba hasta que sus pulmones no daban más y recordaba la alegría por las redes llenas de peces en los buenos tiempos, y la desesperación del hambre, en la mayoría. Y respiraba las supersticiones, el alcohol, la camaradería y los males de amores.

Estas pequeñas conchas, solía repetir, eran su memoria, lo único que le quedaba ya. Y seguramente a ellas solo les quedaba el tío Pedro. Quizás por eso, el día que murió, cuentan que la playa amaneció como nunca, cubierta entera desde la orilla al paseo por una montaña gigante de millones de conchas que las máquinas tardaron meses en retirar.

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