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Bienvenidos los grises

Tarde, pero con la furia que únicamente pueden demostrar los conversos, me he unido a la legión de seguidores de Heisenberg, el «alter ego» del protagonista de Breaking Bad. Sé que llego tarde y probablemente mal, pero a la tercera ha ido la vencida y gracias a Netflix he conseguido engancharme por fin a la que muchos dicen que es la mejor serie de la historia. Quizá es mucho, pero si no es la mejor estará cerca.

No voy ahora a hablar de Bryan Cranston ni de Anna Gunn ni de Aaron Paul. Sus Emmys y sus Globos de Oro hablan por ellos. Tampoco voy a hablar de la mente enferma y maravillosa de Vince Gilligan, creador de la serie. Ni siquiera de la imprevisibilidad de Walter White, de la poesía en muchos de sus planos o del antihéroe llevado hasta el máximo exponente. De todo eso ya se ha hablado largo y tendido. Nos alzamos en hombros de hombres más sabios.

No. Quiero hablar de cómo, en el mundo de las series, la furia del converso, aquel que llega nuevo a una religión o confesión, alcanza tintes ridículos. Sí, lo reconozco. Porque defender Breaking Bad, una serie que terminó en 2013 y tiene 7 Emmys y dos Globos de Oro, puede parecer pueril, absurdo y hasta un poco falso viniendo de alguien que se ha negado tantas veces a verla.

Pero mi caso sirve para ejemplificar esas situaciones en las que el «postureo» (sí, muchas veces es «postureo») nos lleva a negarnos a ver una serie por el mero hecho de que está de moda. En mi caso no era eso del todo, porque la verdad es que cuesta entrar al universo de Breaking Bad, pero sí había algo de rebeldía. Tiempo perdido porque la que ya es una de las mejores series de la historia de la televisión da casi 60 horas de televisión de buena, con personajes que cambian paradigmas completos y que iniciaron esta etapa de grises y antihéroes que tan bien explotan Juego de Tronos y House of Cards. Y bienvenidos sean.

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