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El culpable es el cadáver

Hoy nos conviene a todos un artículo intrascendente tras la Operación Taula. El otro día, organizando mis papeles, encontré una cartilla sanitaria de cuando trabajaba en una benemérita entidad bancaria. Según el obligado reconocimiento médico de entonces, vi que con fecha del 9 de abril de 1981, el doctor en plantilla me encontró ácido úrico en la sangre, o la orina, no sé (8´1), cuando el tope, a la sazón, estaba en 7.

En un folio con el membrete de la empresa (Servicio Médico) el galeno me puso lo que podía comer y lo que no para disminuir mi tasa de ácido úrico. Transcribo textualmente sus recomendaciones. Reducir la carne: se tomará asada o a la parrilla. Pescados: asados, cocidos o al horno (merluza, lenguado, gallo, rape, fanecas, lubinas, rodaballo, trucha). Legumbres: secas (judías, garbanzos, lentejas: «si las toma, lo hará en pure»).

Prohibidos: Caldos muy fuertes o grasos. Ternera, hígado, sesos, mollejas, riñón, corazón, caza, etc. Y continuaba: anguilas, lucio, arenque, salmón, caballa, pescados grasos y azules, crustáceos, moluscos y, ¡atención!, «caviar y otras huevas de pescado». Además, espinacas y bebidas alcohólicas, excepto cerveza.

La paradoja es que intenté seguir el régimen pero carecía de dinero para comprar rodaballo (entonces, todavía de mar), lenguado fresco, lubina o rape negro (el de más calidad). Consecuentemente, fui a una pescadería a comprar fanecas. No pudieron darme razón de qué pescado se trataba.

Al cabo de algunos años supe que había un par de clases de faneca. La mejor, aún siendo mediocre (Trisopterus luscus), cuyo ano se encuentra a nivel de la porción media de la primera aleta dorsal, y la peor (Trisopterus minutus), cuya carne se utiliza para fabricar harinas de pescado.

Llegué a la conclusión de que el ácido úrico no me lo había originado el maravilloso caviar pre Jomeini -sólo comía diez o doce cucharadas de las de café al año-, ni tan siquiera el sucedáneo murciano de mújol, que tuvo esos años mucha prensa amiga, como ahora el de la Vall d'Arán o el de Río Frío (Granada). Tampoco bebía gin tonic. (comencé a practicarlo doce años después); y el lucio o las espinacas eran ajenas a mi modo de alimentarme.

Entonces, ¿por qué aquel analista me detectó ácido úrico y nunca jamás se me ha manifestado ese mismo ácido en la sangre, la melsa u otros órganos del cuerpo humano, después de treinta y ocho años ejerciendo el periodismo gastronómico? Obsérvese, además, que se me prohibió la ingesta de todos los pescados «azules y grasos». Ahora, los expertos en nutrición, aseguran que son beneficiosos para rebajar el colesterol e incluso el ácido úrico. ¿Qué hacer?

Tanta paranoia por una alimentación «saludable» oculta un componente profundamente religioso, centrado en el complejo de culpa y de pecado. Cuando alguien se muere, el culpable siempre es el cadáver. Tal vez comió demasiadas salazones y all i pebre, o abusó del arròs amb fesols i naps y del embutido. Y jamás fue en bici por el odioso carril. Reo, pues, de muerte. La muerte es el castigo por haber sucumbido al pecaminoso hedonismo.

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