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Ámbar, verde y rojo

En las películas del Oeste, casi todas las mujeres vestían pantalones. Era un prenda muy cómoda para las labores de quienes trabajaban con el ganado vacuno. Las señoritas del saloon o del club social de Cheyenne iban con faldas. Su trabajo era distinto.

Hasta los años sesenta del siglo veinte, las mujeres no empezaron a usar pantalones diariamente. La proeza hay que otorgársela a ciertas féminas atrevidas que, tal vez, habían visto a extranjeras en el NO-DO, en algún reportaje sobre las turistas que venían a Benidorm. De paso, las mismas osadas se pusieron el bikini, cuya primera imagen cinematográfica está en la película Bahía de Palma (1962). Elke Sommer, extranjera, por supuesto, se bañaba en bikini porque Manuel Fraga Iribarne quería promocionar el turismo. Después, paulatinamente, las mujeres calzaron su anatomía con pantalones y la dejaron a medio cubrir con el bikini. El topless es muy posterior.

Cuando las pioneras „jóvenes por lo general„ empezaron con los pantalones, un amplio conjunto de la sociedad rechazó esta procaz moda. Inclusive, se las asociaba con mujeres casquivanas. Este fenómeno retrógrado se producía en las ciudades y, sobre todo, en los pueblos de la España profunda, ésa que jamás cambia. Lo comprobamos actualmente con el bochornoso espectáculo de politiquería de san Pedro, san Pablo y el discípulo aventajado de la escuela norteamericana Dale Carnegie, san Alberto.

Las mujeres iban, pues, con faldas y leían los tebeos Mariló y Florita. Los pantalones y la pilule supusieron un notable paso para su liberación personal. Con los pantalones, podían realizar toda clase de movimientos sin que los malvados varones les vieran la parte superior de los muslos ni las bragas. Ustedes no saben lo que yo sufría (en mi anterior encarnación de mujer) juntando las rodillas con fuerza para obstaculizar la visión de mis menudillos. Aún recuerdo las agujetas que me salían por pegar mis dos rodillas con gran esfuerzo. A veces, me relajaba sin darme cuenta, y separaba las rótulas o choquezuelas. Todo el esfuerzo anterior se malograba.

El florido abanico de políticos de progreso del Ayuntamiento de Valencia no da una a derechas, o sea, a la lógica y el sentido común más elemental. Como ignoran lo que es gestionar una ciudad grande y a la vez caótica (ellos contribuyen al caos) practican una política de gestos, chorradas, por así decirlo.

Ahora parece que tienen un conflicto interno porque alguien no ha terminado un censo de «las colonias de gatos». Le echan la culpa a mi admirada Gloria Tèllo, animalista. ¡Si la vieran, como la vi yo (en su Facebook), acariciando en su regazo a una serpiente pitón en el Centro de Animales Exóticos de Nazaret, cual si fuera el bebé amamantado en directo por Carolina Bescansa! Padecí mucho. Una pitón puede tragarse entera a una oveja o a una ternera de leche.

Desde que el insigne alcalde Ricard Pérez Casado nos vendía ininterrumpidamente aquello del «modelo de ciudad» y puso las primeras piedras del carril-bici a ninguna parte, Valencia continúa sin «modelo de ciudad» (el PP construyó la urbe del futuro del tebeo Pumby). La especialidad de los políticos vernáculos es el parcheo y el desficaci. ¿No se estarán quietos nunca?

Gobiernan a base de eslogan y putaditas más o menos encubiertas. Con una obsesión: el anticlericalismo y la Iglesia Católica. Después surgen las chorradas. Es el caso de los «semáforos paritarios». En un disco está el muñequito de un hombre; en el otro, el de una mujer con faldita, como las protagonistas de los tebeos Mariló y Florita. ¿Habrá que añadir más muñequitos: para los negros, los homosexuales y los transexuales? La correción política lo demanda. Tanto luchar las mujeres para vestir con pantalones y Compromís y sus aliados los cambian por falditas de los tebeos franquistas.

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