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De banderas

Acaso la bandera es un simple trapo por el que no vale la pena morir „ni sufrir„ como preconizan los anarquistas? Fueron ellos, precisamente, los que recuperaron el negro como emblema de sus banderas, lo hicieron en la asamblea de París a principios del siglo XIX, pero no sería hasta que la enarboló Bakunin en la insurrección de Dresde que se convirtió en el ideal simbólico de estos librepensadores políticos. Pero el negro, con las tibias y calaveras, había sido la enseña de los piratas caribeños y de los guerreros del desierto, cuyas sedas oscuras con letras arábigas llamando a la guerra santa han recuperado los fanáticos del Estado Islámico. Negro „y rojo„ anarquista que imitaría la Falange cuando Giménez Caballero defendía su papel socialista y nacionalista frente al catolicismo y la tradición de José Antonio Primo.

Falangista fue en su juventud Joan Fuster, evolucionado hacia marxista afrancesado en la madurez. Fuster consideraba la bandera un tema muy serio. Traduzco: «Para un espectador foráneo, los actuales valencianos parece que nos peleemos por bizantinismos más o menos historicistas, y la verdad es que, en última instancia, nunca se trata de minucias insignificantes sino, precisamente, de problemas bien significativos». Un asunto capital, por tanto, el de las banderas, como elemento vertebrador de las señas de identidad. Está escrito en 1977, en su ensayo «El blau en la senyera», correcto análisis de la batalla política que se solapó con elementos simbólicos pero que erraba en cuestiones heráldicas.

Por fortuna, los enfrentamientos por el azul de la bandera han pasado a mejor vida. En la celebración de su pasada victoria electoral, el hoy alcalde Joan Ribó, oriundo de Manresa y de larga trayectoria en la izquierda política valenciana (en el sector cristiano del Partido Comunista del PV), se dejó fotografiar bajo una senyera con franja azul con total naturalidad. ¿La guerra de los símbolos había terminado tal como había preconizado en los 80 el socialista Joan Lerma?

La batalla de los símbolos valencianos, puede, pero la de los españoles parece haber rebrotado. El propio Ribó ha puesto en alerta a media España al colgar una enorme pancarta con los colores de la II República este pasado 14 de abril. Lo que Ribó ha justificado por los 80 años que se van a cumplir de la capitalidad republicana de Valencia. En realidad, el aniversario de la capital no se cumplirá hasta noviembre.

Aquel acontecimiento histórico no fue baladí y, desde luego, bien merece ser revisado. La ciudad y zonas residenciales como Godella o Rocafort, se convirtieron en un hervidero, y aquí ocurrieron muchos episodios: políticos, militares y hasta novelescos, como el asesinato del traductor de John Dos Passos „«Manhattan Transfer»„, el también escritor José Robles, o el vibrante congreso de intelectuales antifascistas en julio del 37, por no hablar del traslado de las pinturas del Prado a las Torres de Serranos dirigido por el camarada Renau o la construcción de un habitáculo secreto para la Virgen en el mismo Ayuntamiento por parte del alcalde republicano.

Nadie se extrañará, más bien todo lo contrario, si llegado este próximo otoño las autoridades valencianas celebran exposiciones y editan libros sobre el referido asunto de la capitalidad, pero no está tan claro que el 14 de abril se enarbolen banderas o se coloque una pancarta conmemorativa de la II República y que tales actos no contengan argumentos políticos ni connotaciones sentimentales que, en buena medida, son el sustento de la militancia política.

El asunto de la enseña republicana, como diría Fuster, tiene más enjundia de la que parece. Solo Zapatero ha quitado hierro al asunto, pero hizo lo mismo con la cuestión catalana y ya vemos por dónde ha derivado. Será bueno recordar que fue bajo el mandato de Santiago Carrillo, el incombustible líder del PCE, que la entonces principal fuerza política de oposición al franquismo decidió liquidar la bandera republicana como enseña del partido. Fueron los gestos del comunismo de entonces los que aliviaron la transición política en nuestro país junto al papel de los socialcristianos dinamitando el régimen desde el interior bajo la comandancia de Tarancón y el papa Montini.

Enseñas, todo hay que decirlo, a las que se han atribuido valores políticos que la heráldica no justifica. El morado de la tricolor, por ejemplo, se incorporó a la rojigualda para rendir homenaje a Castilla, tan afligida como había cantado Machado, cuando en realidad ese color, más bien el púrpura, era de León, teniendo los castellanos por su color el carmesí o grana, que no es otro que el mismo del Fútbol Club Barcelona que trajo su fundador, Hans Gamper, desde su Basilea natal.

Entre mitos y chaladuras tuvo lugar el origen de la senyera catalana, cuyo rifirrafe por el azul valenciano es una tontería si se compara con la que tienen armada con Aragón. La leyenda del conde barcelonés Wifredo el Velloso a quien el rey francés Carlos el Calvo habría otorgado los colores sangrientos de la senyera ponen a ulcerar a los aragoneses, que han dedicado horas y horas de estudios a socavar los artificios de la leyenda catalana y a demostrar que el rojo y el amarillo son los colores de la familia real aragonesa, unida en matrimonio, eso sí, con el linaje del Condado de Barcelona.

En cambio, la pobre bandera española que todo el mundo parece rechazar, tiene un origen ilustrado y funcional, pues se eligió en tiempos de Carlos III para sustituir la enseña borbónica „blanca con el escudo afrancesado„ y distinguirla en alta mar, lo que imitó la Armada inglesa que transformó en rojo el pabellón de sus buques de guerra, origen del rojo revolucionario, pues fue una escuadra británica la que primero lo enarboló durante una revuelta a finales del siglo XVIII.

Paradojas de la bandera, una palabra que ni los lingüistas tienen muy clara su etimología, que si franca o germánica, que si agrupa o no a las banderías o es una simple derivación de la banda o fajín. La Wikipedia dice que tiene su origen en los estandartes romanos (los vexilos), pero parece que fueron las tropas de caballería y camelleras de los árabes las que primero desplegaron amplias banderas de tela para pasmo de cruzados, quienes las incorporarían en cuanto las conocieron. No es extraño, pues, que la bandera que se dice más antigua sea una de las escandinavas, la dannebrog danesa con la cruz de San Jorge invertida. Lo que no sabemos es si fue antes o después de su utilización militar en Japón, donde el uso de los colores de miles de banderines en sus batallas resulta un espectáculo plástico impresionante, como mostró Kurosawa en sus películas bélicas sobre un siglo XVI plagado de samurais, «Kagemusha» y «Ran», dos epopeyas shakesperianas en Oriente mucho antes de las heroicidades norteamericanas en Iwo Jima que, también y tan bien, ha narrado en el cine Clint Eatswood en dos obras maestras, una de cada lado de la contienda: «Banderas de nuestros padres» y «Cartas desde Iwo Jima».

Definitivamente, lo de las banderas no es un asunto menor, como poco da para un buen ciclo de la Filmoteca.

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