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Atados a la pérfida Albión

Los vínculos españoles con la pérfida Albión -para los más jóvenes, el nombre que daba el franquismo al Reino Unido- son más tupidos y antiguos que la propia expresión despectiva, cuyas raíces se hunden en la Francia guillotinadora de 1793 y, más allá, se remontan a la Edad Media. Lo pérfido inglés se ha hecho derivar de la protección que los acantilados de su insularidad brindan al reino de los tres leones dorados. De modo que cuando, mediante el referéndum de hoy sobre su salida de la UE (brexit), Albión amenaza reforzar su carácter insular y, por ende, aflojar sus lazos con España, habrá que suponerla doblemente pérfida.

Puestos a ser precisos, la perfidia frente a España puede llegar a tener cuatro caras. Para empezar, la que se les quedaría a los 200.000 españoles que viven actualmente en el Reino Unido -el doble que antes de la crisis- y a los 700.000 ingleses afincados en España. Unos y otros abandonarían de golpe esa sutil categoría de ciudadanos comunitarios para pasar a convertirse, así de crudo, en extranjeros. Categoría particularmente insegura para los casi cien mil españoles que, sintiéndose como en casa, ni siquiera están inscritos en el consulado. O para los 200.000 jubilados al sol que cobran en España su pensión británica. Por no hablar del medio millón de ingleses que, contradiciendo el tópico, están aquí para trabajar, no para sestear su ocaso.

El segundo rostro tiene las facciones del comercio y la inversión, favorecidos por las reglas del mercado único, que convierten a toda la UE en un único campo de juego, sin vallas ni baluartes. El valor de los intercambios bilaterales ascendió en el último ejercicio a unos 55.000 millones de euros, con un saldo favorable a España, por noveno año consecutivo, de unos 5.500 millones y un crecimiento interanual del 4,5%. Paisaje estimulante para la cojitranca economía española que, una vez reformuladas las relaciones bilaterales, perdería parte de su belleza -sí, los malditos aranceles- y obligaría a buscar destinos alternativos a buena parte de los bienes y servicios hispanos.

Se calcula que son 700 las empresas británicas instaladas en España y 300 las de capital español radicadas en Reino Unido. En términos de inversiones, eso se traduce en que entre 2014 y 2015 las españolas casi se duplicaron, pasando de 1.706 a 3.469 millones. Estas inversiones se sitúan, por otra parte, en sectores estratégicos como el financiero -Santander es palabra más que familiar para los ingleses-, las telecomunicaciones, la energía y el transporte.

Las caras tercera y cuarta de la perfidia son políticas y llevan nombres de territorios. Para empezar, Cataluña. O Escocia, donde los nacionalistas, en el Gobierno autónomo, han anunciado que si hay Brexit, pedirán un segundo referéndum de independencia para seguir siendo comunitarios. Nadie duda que una nueva consulta escocesa sería un remolino en las aguas del independentismo.

Para seguir, Gibraltar. Su ministro principal, Fabian Picardo, quien busca que los 23.000 llanitos con derecho a voto se inclinen por la permanencia, está protagonizando un largo rifirrafe con el ministro Margallo. Picardo avisa regularmente a sus conciudadanos de que el brexit obligaría a Gibraltar a aceptar la odiada soberanía compartida con España para seguir en la UE. Su objetivo está claro, pero Margallo, que suele andar al quite, replica que Picardo acierta porque una salida de la UE, sin soberanía compartida. llevaría al cierre de la Valla, como en tiempos de Franco. El remate provisional, aunque sin la altura del problema, lo pone Picardo al convocar la sal gruesa: «Que Margallo se meta la soberanía por donde el sol no brilla». Y aún faltan nueve días.

Lo que Farage no sabe. Una de las revelaciones más sorprendentes que nos ha brindado la campaña del brexit ha sido descubrir que el jefe de filas del eurófobo UKIP, Nigel Farage, asegura no tener «ni idea» de lo que puede ocurrir si en el referéndum de mañana sus compatriotas le hacen caso y deciden abandonar la UE. «No tengo absolutamente ni idea» fue la escalofriante frase de este curioso personaje cuyo parecido con el cutrecillo protagonista de la serie británica Los Roper, de gran éxito allá por los finales de los 70, se acentúa cada vez que intenta precisar su ideario político.

Sin ánimo de ser exhaustivos -sería una ligereza imperdonable colapsar los circuitos neuronales de Farage-Roper- aquí van unas leves pinceladas sobre tres cuestiones que saldrían a la luz en caso de triunfo en las urnas del no a la permanencia.

Primer punto. El brexit desnudaría los peligros del cortoplacismo -tira que libras- al que tan aficionados son los líderes políticos. Por más raíces y antecedentes que se le busquen a la situación actual, no se puede olvidar que la razón última de que ahora se coloquen las urnas en Reino Unido es que, en mayo de 2015, Cameron, que acababa de salir entero del referéndum escocés, se lanzó de cabeza a prometer la consulta de mañana para arañarle todos los votos posibles a Farage. Precisamente a Farage, que en las elecciones europeas de 2014 se había alzado con la primera posición, 3,5 puntos por encima de los tories, relegados al tercer puesto. Cameron prometió y se hizo con la mayoría absoluta.

Segundo punto. El ruido. Churras y merinas se mezclan con lujuria a la hora de analizar las consecuencias de un brexit, porque ese mestizaje es munición muy útil para amedrentar al votante. Pero una cosa son las convulsiones que, a mayor gloria de especuladores, golpearían en los primeros tiempos a las maltrechas economías europeas -qué decir de la española, con rompecabezas de urnas tres días después- y otra muy distinta el impacto real sobre comercio, inversiones, pensiones o trabajadores. Nadie en su sano juicio duda que el arte de los tratados y los convenios conseguirá que la inmensa mayoría del nuevo mapa sea un consumado calco del antiguo territorio.

Tercer punto. La reflexión. Al margen de la neoliberal y xenófoba voluntad de restringir los derechos de los trabajadores comunitarios inmigrantes, las exigencias de Cameron a la UE plantean cuestiones cruciales. ¿Es deseable que el objetivo final sean los manidos Estados Unidos de Europa? ¿Es sostenible la omnipresencia de Bruselas? ¿Hay que seguir demonizando la Europa asimétrica? Una victoria del brexit debería mover a reflexionar sobre qué modelo comunitario es el deseable para la UE amputada. Una derrota tampoco eximiría de abordar la cuestión. Pero ahí, claro, es de temer que al grito de «tira, tira que ya libramos», se imponga el primer punto.

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