La guerra civil, con una sorprendente precisión temporal, es un deja vû de las guerras carlistas concelebradas un siglo antes. El caudillo carlista Ramón Cabrera, al enterarse de que su madre ha sido fusilada por una tropilla liberal, jura, como un dentista loco, hacer correr ríos de sangre por aquellas secas muelas morellanas, y bebérsela toda, como Vlad Dracul, abandonado por Dios, que ha dejado morir a su amada Elizabeta. Aquí hay una historia de vampiros como bien sabía Joan Perucho (Les històries naturals) que se inventa un Cabrera consumido por las fiebres que le causa la mordedura de un caballero vampiro que entró en las tierras conquistadas con Jaume I. Cabrera es curado por un médico liberal? con unas sopas de ajo. El Drácula de la Hammer siempre tocaba el órgano. Como el Nemo de Hollywood. El proscrito de Dios y el renegado de una modernidad belicista y colonial. Simpatía por el diablo.
Sentado con una agradable familia de músicos y faranduleros, hablamos de órganos. De los que coleccionó una pareja de anticuarios, ahora mayores, entonces jóvenes, que se establecieron en Els Ports y que también consiguieron un púlpito de la Balma. El púlpito estaba impregnado por una presunta maldición que, al parecer, ha causado más desgracias que la tumba de Tutankamón. El órgano no es un instrumento, sino una catarata musical, una construcción catedralicia, una tectónica de escalas y armónicos que exige algo de etiqueta palaciega y alegría profana.
Aunque el órgano parezca muy eclesiástico, dice uno de la Capella de Ministrers, no se podía tocar en Semana Santa por considerarse demasiado alegre y si sonaba en la iglesia era porque el templo era, entonces, la sala polivalente del pueblo, a ver donde meter sino toda su tubería montaraz y trompetera. Luego los órganos se electrificaron y sintetizaron y el rock psicodélico y The Doors consiguieron arrancarle escalas furiosas y levantadas, pura belleza convulsa, pero el órgano se había separado del fuelle, del ritmo respiratorio, de los pulsos de las sangre.
