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La cátedra de Dick

Desde hace años, cuando llega el verano, me regalo un libro de Philip K. Dick. ¿Qué me tocará esta vez? Casi nada fue mejor que los cinco volúmenes de los cuentos completos aunque, admito, que las muy laureadas Fluyan mis lágrimas, dijo el policía u Hombre en el castillo, más bien me decepcionaron. No así Esperando el año pasado. No es raro en Dick: Ubik me gustó, pero Valis (rebautizada en algunos casos como Sivainvi) me pareció muy rayada, y eso que compartía la fascinación del autor por Linda Rostandt. En tiempos remotos leí ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?. Y la encontré muy inferior a la película que había generado: Blade runner.

Esta vez no han sido una, sino dos novelas las que me adjudiqué. Un clásico como Tiempo desarticulado (en la que se basó El show de Truman, que, astuta y fraudulentamente, omitía todos los aspectos políticos de la historia, para centrarse en una hipócrita condena de la telerrealidad) y Gestarescala, el nombre estupefaciente (me sonaba a Gestcartera) de la novela que se hubiera podido titular, con fidelidad al original, El reparador galáctico de cazuelas (¡una canción de Sisa!). Dick nunca defrauda cuando se trata de concebir mundos alternativos (estuvo en todos, a veces lleno de pavor y deslumbramiento) y el de este libro es una mezcla de socialismo real en su plenitud y de capitalismo en su fase caníbal cuando «multitud de desempleados y de inempleables fingen que hacen algo y cobran cupones que casi no valen nada».

En ese futuro está prohibido fumar (¿les suena?), incluso en casa, y la mayor distracción es jugar a algo que está entre Saber y ganar y Adivina el título de la película. Se comprende que el protagonista tome el primer cohete en cuando se presenta la oportunidad de «tener un trabajo o algo que se le parezca», aunque sea en otro planeta y se las tenga que ver con un demiurgo que pesa cuarenta mil toneladas. Como en la muy optimista Doctor Moneda Sangrienta, los personajes se salvan por su habilidad artesana.

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