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Voro Contreras

El hombre que le quitó la inocencia al rock´n´roll

Vaya por delante que, como me gusta el rock, me encanta Bob Dylan. Ha de ser así. No tengo todos sus discos, pero casi. En La Vía Láctea (el programa de la 97.7, por si alguien les pregunta) suena con cierta regularidad y le hemos dedicado unos cuantos especiales. Robé sus versos para ligarme a una chica, con resultados obviamente desastrosos. Sé que sin Dylan el rock no sería lo mismo ya que, como dice el gran Fernando Soriano, los Beatles no hubieran pasado del «ye-ye-ye», los Byrds hubieran sido unos Monkees con problemas de alcoholismo y el country sólo sería eso que canta la protagonista ocasional de un capítulo del Equipo A. Y quizá por todo eso, y a eso vamos, me cuesta perdonarle a Bob que le arrancara la inocencia al rock´n´roll.

Cuando Bob aún era Robert, el rock era una cosa muy básica y, por lo tanto, divertida. Las canciones contaban historias de tocarse unos a otros (o de no tocarse, que lo mismo da), te hacían llorar, te hacían suspirar, te hacían bailar, y todo eso en apenas dos minutos y tres acordes. O al revés. Dylan, que de adolescente quiso ser como Elvis, apareció sobre la nieve sucia del Greenwich Village con otra cosa en el majín. Lo suyo era el palo y Woody Guthrie, no llevaba patillas ni se peinaba con gomina, seguramente su abrigo se lo había robado a alguno más tirado que él, no gastaba «blue suede shoes».

Y como siempre ha sido muy suyo, cuando se cansó de ser así, de sus colegas del Greenwich que eran unos tristes, de cantar a los forajidos y a los recogedores de algodón, cuando se hartó de dar respuestas a las preguntas que todo dios le hacía, se volvió a fijar en el rock´n´roll. Su intención era buena, pero desde ese momento nada volvió a ser igual. En sus canciones las mujeres no eran ni buenas ni malas: eran tristes o tenían visiones o te prometían seis caballos blancos que nunca te entregaban. Y los protagonistas no pensaban en que era sábado por la noche y no tenían a nadie a quien besar: se dedicaban a vigilar los parquímetros y a escapar del senador y su pistola. En vez de bailar, la gente empezó a sentarse para escuchar música e intentar desfacer la metáfora imposible. Si no hubiera sido por Bob, el rock nunca hubiera dejado de ser un adolescente pajillero que al final se queda tonto y no acaba de madurar, pero que sigue siendo guapo y feliz. Da un poco de pena, pero es feliz. Sin Bob el rock nunca se hubiera hecho mayor. Eso también da un poco de pena, pero ha de ser así.

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