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Cuando éramos felices

Uno tiene su edad. Aunque tengo prohibido decir que soy mayor. Me lo prohíben mis hijos y me lo prohíbe mi «religión». Y lo acepto. La verdad, nunca le he encontrado la gracia a eso de «me gusta cada arruga de mi cara, me las he trabajado a pulso». Esto último es tan obvio, que si me gustaran de verdad no tendría necesidad de decirlo. Por eso no lo digo, odio ser obvio, y vivo indiferente a mis arrugas, sin darles la satisfacción de decirles que me gustan.

¿A qué viene este rollo de filosofía barata? A que miro la cartelera de televisión de hoy sábado

„cuando escribo esta columna„ y veo tropecientas películas y series interesantes (sabéis que no soy muy de programas, desde que hice tantos de ellos no me los creo, qué le vamos a hacer). Una con Clive Owen, otra con Denzel Washington, la versión antigua de El mensajero del miedo, The big bang theory, incluso Señales de Night Shyamalan. ¡Y todas a la misma hora! Si tuviera que elegir, me estallaría la cabeza. Afortunadamente esta noche tengo función de teatro y estaré ocupado.

Y me pregunto: ¿Soy más feliz ahora, o lo fui cuando sólo se podía ver una cosa? Por ejemplo Colombo, o El sur, de Víctor Erice. Hablo del siglo pasado, claro, cuando había cinco o seis canales, o de la prehistoria televisiva, cuando sólo había dos. En aquellas épocas se formaba una especie de comunión familiar frente a la tele. Y a riesgo de parecer el abuelo cebolleta, diré que estábamos más unidos. Ahora mientras yo veo una serie seleccionada, mi hijo juega a algo en la tableta y mi hija whatsappea hasta el infinito en su smartphone. Nos queremos igual, claro, y nos gusta igual estar calentitos en el sofá, pero que no nos quiten nuestra pantalla individual. Llegado un momento, pido que apaguemos nuestros dispositivos y salgamos a dar un paseo, o a merendar, y pasadas las primeras quejas, con el fresco del aire en las caras, fluyen la conversación y las risas.

Conclusión: ninguna. Todo tiempo pasado fue eso, pasado, ni mejor ni peor, diferente. O sí que hay una conclusión: que me hago mayor. Aunque mis hijos y mi «religión» me lo prohíban.

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