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Escocia, qué envidia

Lo que no quieren ver los independentistas catalanes cuando se miran en el espejo de Edimburgo

Escocia está otra vez de moda en Cataluña. Ya no lo estaba, porque los nacionalistas de aquellas latitudes perdieron con claridad (55%-44%) el referéndum de independencia de 2014; pero la petición de acordar una nueva consulta con Londres, que se votará hoy en el Parlamento de Holyrood, proporciona a Puigdemont y a Junqueras un contexto formidable para solicitar a Rajoy una negociación con un único punto en el orden del día: referéndum o referéndum. Un diálogo que es un ultimátum y, además, esconde una falsedad: que los casos de Escocia y Cataluña, así como los roles de Londres y Madrid, son equiparables. Y que el "derecho a decidir" puede pasar por encima de legislaciones y geografías políticas.

"Escocia no es Cataluña", ha advertido la propia ministra principal escocesa, Nicola Sturgeon. No importa: para el dúo catalán lo único que cuenta es que Edimburgo y Londres se pusieron una vez de acuerdo para convocar y celebrar un referéndum. Todo lo demás es prescindible. (Incluso el hecho de que en esta ocasión la negociación pinta bastante peor, porque May no quiere afrontar un proceso secesionista mientras negocia con Bruselas la salida británica de la UE.).

Londres deja votar, nos vienen a decir Puigdemont y Junqueras en su artículo conjunto del lunes en "El País". Pero sería más correcto decir que Londres puede dejar votar, mientras que a Madrid su ley fundamental (de la que Londres carece) se lo prohíbe. La Constitución española, como casi todas las demás, consagra un principio de integridad territorial que no concurre en el caso del Reino Unido, al menos en lo tocante al vínculo entre Londres y Edimburgo.

La Union Act que en 1707 estableció la unión de los reinos de Escocia e Inglaterra no es una Carta Magna, sino un acuerdo que permite a sus firmantes conservar el derecho de separación. Y la potestad para permitir la convocatoria de un referéndum secesionista en Escocia reside en exclusiva en el Parlamento británico, que, para ello, debe delegar poderes en el de Holyrood. (La fórmula que se empleó para celebrar la consulta de 2014.).

En cambio, en España, el texto de 1978 proclama la indivisibilidad del país y proscribe la fragmentación de su soberanía, que recae por igual en catalanes, castellanos, extremeños o asturianos. Las Cortes pueden delegar poderes en un Parlamento autónomo para que convoque un referéndum, pero no uno cuyo resultado pueda suponer la autodestrucción del Estado. Para trocear el territorio nacional sería necesaria una reforma constitucional que después todos los españoles (todos) sancionasen en un plebiscito.

Nada de todo esto ignoran Puigdemont y Junqueras, pero ya parece inútil explicar determinadas cosas a quienes no tienen empacho en obliterar a su propio Parlamento con tal de romper, o decir que rompen, con el resto del país. Si ni siquiera son leales a su propia Cámara (la única soberana, según ellos, para decidir sobre el futuro político de Cataluña), no cabe esperar que asuman que el Gobierno de Rajoy (y cualquier otro) está obligado por la Constitución a respetar la integridad territorial del reino. Y, por las mismas, habrá que concluir que se han embarcado definitivamente en un proyecto de ruptura unilateral que sólo puede concluir con un sonoro enfrentamiento entre instituciones. El que se nos viene encima.

La sensación de que los independentistas viven presos del "ahora o nunca" es más fuerte cada día; y exceptuando al conspicuo Junqueras, que ya lleva semanas haciendo campaña por el referéndum y, a la vez, preparándose para un adelanto electoral, da la impresión de que la antigua Convergència, ahora el PDECat, ha arrinconado, incluso, el interés partidista.

No es para menos: el tiempo apremia y la presión de las inhabilitaciones y los casos de corrupción empuja a los nacionalistas a presentar batalla en el campo de la desobediencia, el de la CUP. ¿Cómo encaja ahí el pactismo "british" del que presumía Mas? El pactismo que sin duda practicará Sturgeon con May si quiere celebrar una nueva consulta independentista.

No encaja, claro, porque toda la estrategia reivindicativa de los soberanistas catalanes consiste en que el referéndum se les niega. Por eso el diálogo que plantean es siempre de "sí o sí", no de "esto queremos, ¿cuándo podremos?".

El referéndum que se les niega es su única posibilidad de justificar cinco años perdidos, pues, sin una convocatoria pactada, sin una campaña que pida el "no" a la independencia y otorgue credibilidad el proceso en otras latitudes, no celebrarán más que otro simulacro de consulta al que, como el 9-N, sólo acudirán a votar los del "sí". Y no todos, porque las fuerzas ya escasean.

Aun así, están dispuestos a convocarlo y llegar hasta el final. No hay marcha atrás, alegan. Ni tampoco hacia adelante.

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