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Nubes como halagos

En medio de tantas malas noticias y calamitosas convulsiones aparece la apacible de la clasificación de una docena de nuevos tipos de nubes que van a ser recogidas en el Atlas remozado que ha preparado la Organización Meteorológica Mundial.

¡Ah, las nubes! ¿Hay algo que proporcione más paz al espíritu que contemplar el ir y venir de las nubes? ¿Hay algo más deleitoso que ver cómo una nube grávida se desembaraza y nos envía, en forma de saludo, una lluvia suave y benéfica? Las nubes tienen algo de pasquines de un cielo que debería aprovecharlas para escribir en ellas su misterio. Pero no quiere el muy tunante porque arruinaría su reputación y se convertiría en una referencia tan anodina como la que representamos cualquiera de nosotros. Y el Cielo, ojo, es el Cielo. Y pide misterio.

Siempre me ha parecido un disparate decir del que nada sabe que está en las nubes, cuando ellas encierran todos los secretos desde hace millones de años. Porque ya en la mitología clásica encontramos nubes que deciden una batalla o salvan a un héroe. De los centauros se dijo durante mucho tiempo que eran hijos de un dios y una nube siendo ésta una leyenda hoy desprestigiada porque, desde que hemos hablado con un centauro mayor y con trienios, sabemos que su origen es más vulgar toda vez que nacen de la unión entre un dios de barbas pluviales, a veces un sátiro incorregible, y una ninfa sutil, de esas que, para copular, abandonan por un momento el trabajo como hilandera en su hogar que es siempre una gruta abierta al mar azuloso, ruboroso y bien humorado.

En la Biblia, Yavé es el señor de las nubes como lo es de todos los fenómenos naturales. Cuando Mateo nos cuenta la transfiguración nos dice que desde una nube se oyó una voz que decía «este es mi hijo, el amado, escuchadlo». Y es que las nubes, cuando están de verdad convencidas de su misión, son capaces de albergar voces que nos hablan de la misma forma que son capaces de extraer del carcaj que siempre llevan consigo un rayo para dispararlo sobre una muchedumbre que se excita y sobrecoge.

Inspector de nubes es oficio que se atribuyó Ramón Gómez de la Serna, en su ancianidad alta, y que hoy se recuerda como ejemplo de actividad estéril o improductiva cuando no es así. ¿Cuánto ganaríamos todos si tanto ceporro como nos rodea se dedicara a contar nubes en lugar de importunarnos con discursos, iniciativas parlamentarias o diplomáticas, análisis de la deuda pública y otras molestias parecidas?

A esta ocupación inventada por Ramón yo añadiría la de medidor de ecos, es decir, un señor o señora que se acomoda en una cordillera trabajada en picachos y con paciencia evalúa el impacto de los ecos, es decir, valora su persistencia acústica lo que permite catalogarlo como un eco de verdad, un eco con su plaza ganada de por vida o, por el contrario, un eco de mentirijillas que ni devuelve la voz ni hace nada apreciable con que labrarse el respeto en el universo de los ecos.

Loor pues a la nube que nos inspira cariño, temor y veneración. Pero tanto como amo a la nube odio a la niebla porque es la nube que ha abandonado el santuario del Cielo, allá donde se enriquece la imaginación y se dan cita los caprichos más extremos, y se nos ha venido a vivir entre nosotros, a compartir nuestra vida, plena de grisuras y resignaciones. La niebla es una nube que ha traicionado a su estirpe y por ello merece que el sol la desnude y nos exhiba sus vergüenzas.

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