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En marcha

Con la sorprendente victoria de Emmanuel Macron en la primera vuelta de las presidenciales francesas, París aspira a poner en marcha de nuevo el motor europeo. No deja de ser una curiosa paradoja que Estados Unidos y el Reino Unido, dos de las naciones con mayor pedigrí democrático, estén cediendo a las tentaciones populistas mientras que la Europa continental, desangrada por los totalitarismos durante el siglo XX, resiste mejor el embate de los extremos ideológicos. Primero fue el caso de España frente a Podemos; luego, el de Holanda ante el ascenso de Geert Wilders; y el domingo pasado, Francia, que ha logrado frenar el ascenso de Le Pen y Mélenchon. El resultado conjunto de los dos suma más de un 40 % de los votos, una cifra asombrosa que nos habla de un malestar real y profundo en el seno de la sociedad francesa.

Los problemas de Francia son conocidos y no difieren en exceso de los que se viven en la mayoría de países de su entorno, como es el caso de España. El sociólogo Christophe Guilluy, en su reciente libro Le crépuscule de la France d´en haut, ha profundizado sobre algunas de estas cuestiones. La creciente brecha económica, cultural y de valores, por ejemplo, entre los privilegiados que viven en el núcleo de las ciudades y las periferias, cuyos habitantes perciben cómo sus estándares de vida van deteriorándose década tras década. Guilluy subraya que los beneficios de la globalización se han concentrado en dieciséis urbes francesas mientras se «desertifica» la mayoría de ciudades centenarias del país, incapaces de atraer talento, instituciones científicas y educativas de peso o de crear las condiciones necesarias para impulsar el desarrollo de la nueva economía.

Y también dentro de los núcleos favorecidos por el impulso de la globalización, los procesos de ruptura social no han hecho sino incrementarse. La paradoja es que conviven de forma acelerada dos sociedades: una extraordinariamente pujante, aunque minoritaria, que cabalga a lomos de las infinitas oportunidades que ofrece el comercio global y otra muy mayoritaria, incapaz de mantener el ritmo de crecimiento y que día a día ve cómo su horizonte de seguridades y esperanzas retrocede.

Las revoluciones de corte industrial y tecnológico -como la actual- son procesos minados de riesgos e involuciones. Y la tentación extremista sería una de ellas. Frente a esta retórica, el nuevo centrismo debe abogar por una modernización del Estado del Bienestar, ser audaz en sus propuestas y reivindicar sin miedo tanto el valor de la libre competencia como el necesario papel estabilizador del Estado. No se trata sólo de bajar los impuestos -o de subirlos- sino de conseguir que la sociedad en su conjunto incremente su capital humano y mejore su eficiencia. El modelo escandinavo -abierto a la competencia, prudente fiscalmente y con una red de protección social- se impone como una alternativa cada vez más razonable ante las propuestas de renacionalización europea.

Macron parece haber entendido cuál es el quid de la cuestión. Francia, España, Alemania... necesitan acelerar su unión, al mismo tiempo que deben revertir excesos legislativos, reducir la burocracia innecesaria y reforzar la situación de los trabajadores y de la clase media-baja. Más Europa significa, en definitiva, ser capaces de incrementar el número de oportunidades a capas mucho más amplias de la población, sin dejar abandonado a nadie a su suerte. No es un camino sencillo -y requerirá imaginación, sacrificios, valentía y seguramente una Europa a dos velocidades-, pero no hay otro posible. La alternativa sencillamente no existe.

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