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Síndrome de la silla vacía y financiación

Proponer una meditación sobre la financiación autonómica implica: revestirse de humildad; reconocer la magnitud del problema, comparable al futuro del sistema de pensiones; reconocer equivocaciones; y exigir que los responsables de las trapacerías paguen sus acciones, es lo mínimo.

En marzo de 1957 nacía la Comunidad Económica Europea (CEE) con seis miembros -Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo- dotándose de un Consejo Europeo y de una Comisión Europea, presidida entre 1958 y 1967 por el alemán Walter Hallstein, un período en el que se aprobaron numerosas políticas, entre ellas la Política Agraria Común (PAC), financieramente muy importante. El método de voto en el seno del Consejo, en principio, fue la unanimidad, pero para dar un mayor sentido de supranacionalidad, se planteó cambiarlo por el de mayoría cualificada en determinadas materias, cosa que suponía una disminución del poder de los gobiernos de los estados.

En 1965, a causa de la PAC, la Francia de Charles de Gaulle desafió a la CEE con la crisis de la silla vacía, consistente en abandonar el Consejo y no asistir a las principales votaciones; de hecho, un boicot a las reuniones del Consejo. La crisis fue resuelta en enero de 1966, con la firma del Compromiso de Luxemburgo, en el que en el caso de haber importantes intereses de un Estado en juego, los miembros del Consejo debían buscar todas las opciones que ayudasen a dar con la mejor solución y que pudieran ser adoptadas por el resto de países en el respeto de sus respectivos intereses.

La Comisión se convirtió en la cabeza de turco para el Consejo, y Hallstein fue la única persona depuesta de su cargo, a pesar de haber sido el líder más dinámico hasta la llegada a la Comisión de Jacques Delors. Fue un acuerdo político que no tuvo categoría jurídica, que se mantuvo hasta 1985 cuando en Amsterdam se introdujo un derecho de veto similar en el Tratado de la actual Unión Europea. Aquella silla vacía fue la puerta de entrada a la desconfianza en Europa.

La negativa de la Generalitat de Catalunya a participar en el comité de expertos para la financiación autonómica, me hizo pensar que Carles Puigdemont haría en 2017 del Charles de Gaulle de 1965, pero poco duró la candidez del símil histórico. El acuerdo de Mariano Rajoy sobre el cupo vasco lo rompió todo y el representante asturiano en el grupo, el catedrático Carlos Monasterio, dimitió en señal de disconformidad con el acuerdo con el PNV para rebajar la aportación de Euskadi al Estado a cambio de las competencias no transferidas.

Uno conoce bien, por haberla practicado, la llamada reacción de cátedro ofendido: «Es una burla a la comisión. Si nuestra opinión se considera prescindible, yo no voy a ser un títere ni a formar parte de una cofradía de gente irrelevante. Tengo más cosas que hacer y una dignidad como persona y como investigador que no puedo exponer a este falseamiento». El PP de Asturias se lo ha tomado: «No puede ser que quien tiene que defender los intereses generales de Asturias abandone y deje a su suerte a miles de asturianos», ya que consideran que permitir que entren en vigor los Presupuestos Generales del Estado de 2017 es «bueno para Asturias». «Nada tiene que ver la cuestión del cupo vasco con los intereses generales de Asturias». A partir de aquí, un diálogo imposible.

Ante la perplejidad general, entra en escena alguien con largo recorrido, Gaspar Llamazares, que mantiene todavía Izquierda Unidad en el Principado, que mirando a los ojos a aquel gobierno espeta que «no puede buscar un sucedáneo de Monasterio» y que sustituirlo sería hacer un flaco favor a la denuncia objeto de su dimisión en una comisión que ha quedado «vacía en sus objetivos». Para él, la forma de protestar debe ser la silla vacía, y el Gobierno del Principado debe «decir claramente cuál es su posición sobre el sistema de financiación autonómica» ya que la negociación de la reforma del sistema va a ser a cara de perro. Admitamos que el debate en Asturias tiene más enjundia y claridad que el que se estila en nuestras tierras.

No es muy reconfortante que el futuro pueda depender de un grupo de académicos con más de una silla vacía, con ponentes que alumbrarán inevitablemente unas conclusiones que estarán repletas de votos particulares geoautonónomicos. Aunque se esconda, hay una verdad de Perogrullo: sin más impuestos no habrá mejor financiación, pero nadie quiere mojarse en asuntos como la creación de un IVA autonómico que permitiría a las regiones financiarse mediante un recargo de uno o dos puntos sobre los tipos estatales.

A grandes rasgos, el futuro de las autonomías pasa por dos posibilidades que superan el ámbito de una discusión entre académicos. La primera es una nueva Constitución de aire inequívocamente federal. La segunda es la devolución de algunas competencias, especialmente las sanitarias, al Estado. La razón más importante para hablar de recentralización se basa en el fantástico ritmo que en diagnosis y tratamientos está consiguiendo la medicina actual. El coste de las innovaciones y avances son tales que ninguna Administración, pública o privada, está en condiciones de evaluar lo que significa una «medicina universal y de calidad», por lo que si seguimos repartiendo este riesgo entre comunidades autónomas nos podemos encontrar con que unas puedan dar ciertos servicios que otras presupuestariamente no podrán soportar. Basta recordar lo acaecido con motivo del costosísimo y eficaz tratamiento de la hepatitis. Unos españoles puedan recibir tratamientos mejores y más rápidos en unas regiones que en otras. Si los españoles pretendemos exigir igualdad en los cuidados sanitarios, el sentido común indica que la sanidad debe gestionarse con la mayor globalidad posible, integrando por supuesto, todo lo que hemos aprendido en materia territorial.

En cualquiera de los dos supuestos anteriores, la existencia de sillas vacías es preocupante, ante el probable fracaso de una reforma del sistema de financiación, que cada vez es más vital.

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