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Maletas y almas

Una vez me perdieron una maleta en el aeropuerto de Washington y no la recuperé hasta cuatro meses después. Tenía, además de ropa, notas para medio libro y una botella de Gran Duque de Alba. Leo en una columna de Quim Monzó que ya hay maletas que hablan: «Oiga, buen señor -hubiera dicho ahora mi maleta-, lléveme con mi dueño (aquí el nombre y la dirección) y puede quedarse con la botella que guardo. Es un brandy magnífico, se lo aseguro».

Vivimos rodeados de artilugios con capacidades que redundan y exceden toda necesidad, se nota que la tecnología es nuestra religión: ha logrado que algunas artistas sesentonas se queden en los dieciocho, lo que no es un milagro sino una mejora en la industria de las salazones. La tecnología como religión, ya digo, prueba de ello es que ya promete la vida eterna (en forma de software que será lo que quedé del alma y que seguirá teniendo imputs, o eso dicen). Pero volviendo a los aeropuertos y su tecnología del extravío cada año se pierden más de treinta y cinco millones de maletas (casi tantas como novelas imprescindibles en una temporada). Con ese material Donald Trump podría empezar a construir su muro con Méjico: un muro de maletas superpuestas que no llegaría al cielo, pero es que tampoco llegaba la torre de Babel, no nos pongamos tan exigentes.

Al usar poco la inteligencia natural, tiene que venir en nuestra ayuda la artificial, ya decía Aldous Huxley que lo peor de las utopías no es que sean ilusorias: es que somos muy capaces de convertirlas en realidad. En los aeropuertos, pongo por caso, los pasajeros son tratados con técnicas de humillación que están entre Guantánamo y un colegio mayor universitario en la fiesta del novato. Si tratas de consultar algo con tu compañía acerca del equipaje o así, el teléfono fijo y el correo electrónico estarán fuera de servicio y el 902 atendido por una autómata (me acaba de pasar con Norwegian). Como las firmas de telefonía móvil, que son ubicuas cuando te buscan e invisibles cuando las necesitas.

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