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Trump habla para los suyos

A Trump nuestra indignación le da lo mismo. Ítem más: se alimenta de ella. Trump ha hecho su carrera y parte de su fortuna gestionando su relación con los medios de comunicación y el público como lo que es: un «showman» ridículo, excesivo, impresentable.

No pasa un día sin que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, haga alguna payasada, o se comporte como un macarra maleducado, o adopte alguna decisión polémica; y, generalmente, todo a la vez. Trump suscita la indignación y el estupor de la concurrencia, que se pregunta cómo es posible que este hombre haya ganado las elecciones primarias en el Partido Republicano; y, después, las elecciones presidenciales; y que, además, contra toda evidencia se mantenga cómodamente en la presidencia, a pesar de que constantemente los analistas nos anuncian la inminente caída de Trump con motivo de su último escándalo.

Sin embargo, pasa el tiempo y Trump sigue. Tomando decisiones que no son sólo payasadas, sino que tienen profundas consecuencias sobre su país, la comunidad internacional, y el conjunto del planeta. La más reciente, el abandono, anunciado por el presidente de EE UU, del Acuerdo de París para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero por parte de Estados Unidos.

Una decisión que ha causado la oleada de indignación en la que estamos actualmente inmersos. Les contaré un secreto: a Trump nuestra indignación le da lo mismo. Ítem más: se alimenta de ella. Trump ha hecho su carrera y parte de su fortuna gestionando su relación con los medios de comunicación y el público como lo que es: un showman ridículo, excesivo, impresentable. Ese es el producto que vende a la audiencia, reconvertido, tras su salto a la política, con un menú simplón de soflamas para difundir en Twitter o decir en la tele, dirigido a aquellos que le votan. Muchos de los cuales le votan, además, como forma de protesta, porque se sienten abandonados por la clase política convencional; otros, porque las decisiones drásticas que les promete Trump les convencen; y otros, probablemente, porque les gusta hacer el payaso con su voto como Trump lo hace en su devenir cotidiano.

Lo relevante del asunto es que Trump se mueve como pez en el agua en un ecosistema comunicativo que tiene muy poco que ver con el que la mayor parte de los políticos estaban acostumbrados a operar hasta hace muy poco tiempo. No es sólo cuestión de que tengamos acceso a muchos más medios de comunicación. Se trata de cómo accedemos a la información. Cada vez menos gente ve un informativo de televisión, o se lee un periódico, en su integridad. La mayoría de la gente lee o ve noticias específicas, que le llegan vía redes sociales, o que selecciona personalmente. La gente ve lo que quiere ver, y con las fuentes que quiere consultar. Los medios de comunicación de masas, individualmente considerados, tienen mucha menos influencia -y menos audiencia- que antes. Y, además, esa influencia está mucho más claramente orientada hacia un público específico: medios conservadores para el público conservador; progresistas, para el progresista; medios independentistas o españolistas; medios para jóvenes o para gente mayor; etcétera.

Esta segmentación mediática tiene, sin duda, elementos positivos: podemos seleccionar mucho más qué nos interesa y qué no, la oferta es mucho mayor y más especializada, etc. Pero el problema es que la mayoría de la gente se va a acostumbrar a observar únicamente aquello que le interesa, y además se acostumbrará a que se lo cuenten de la forma (con el enfoque ideológico) que les interese. Un escenario en el que el público será cada vez menos permeable a analizar las cosas a partir de propuestas diversas, a contrastar opiniones y a adoptar una decisión que -a menudo- busque un consenso forjado según dicho abanico de opciones, en lugar de defender sólo una -la suya-, que le llega siempre por las mismas vías. Que es lo que sucede con el público al que se dirige Trump. Y no sólo él. Esta segmentación de la audiencia se aplica cada vez por parte de más dirigentes políticos. También en España, donde las últimas campañas electorales han tenido mucho de segmentación: Mariano Rajoy juega al dominó con jubilados en municipios rurales, mientras Pablo Iglesias recurre constantemente a iconos de la cultura popular y a un lenguaje cercano, pensado para los votantes jóvenes (es decir: la mayoría de los que votan a Podemos). Si además estos líderes logran que sus mensajes lleguen a estas audiencias segmentadas por vías (por medios) afines, ya tenemos el circuito completo.

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