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Remedios

Un economista americano, Paul Samuelson, preguntaba por qué un emperador romano vivía peor que un fontanero de Chicago. La respuesta era sencilla: el fontanero abre un grifo y sale agua caliente y si hace calor, enciende el aire acondicionado, mientras que el emperador no tiene acondicionador y depende de un montón de esclavos para que le calienten el baño. Una cosa más: si le duele la cabeza, el operario se toma una aspirina y el emperador depende del nubio que lo abanica, no siempre con la eficacia deseada. Es lo que tiene el progreso: hace que la gente viva más tiempo en las mejores condiciones posibles. Pero hay muchos que se empeñan en que no sea sí.

Resulta difícil explicar la cantidad de enemigos que tiene el progreso, sobre todo en la rama del saber que se dedica a la sanación de los enfermos. Basadas en la naturaleza y lo natural, en el rechazo de todo lo que no provenga de una planta en estado puro cuyos efectos no hayan sido potenciados artificialmente, y en la fuerza curativa de la voluntad, ha florecido un sinnúmero de teorías a cual más disparatada sobre lo que hay que hacer con las enfermedades.

Recuerdo el caso de un enfermo de cáncer de Málaga que por consejo de un curandero dejó el tratamiento farmacológico y murió poco después. Lo mismo le pasó, si no recuerdo mal, al actor Steve McQueen. Estos casos de credulidad son frecuentes y la combinación de fuerza de voluntad y hierbas naturales tiene efectos fulminantes: acaban con el enfermo en un pis pas. Hoy el cáncer se cura en un 60 % de los casos, pero no por intervención divina y/o natural, sino por intervención de las pastillas. Al fin y al cabo, tan planta es el hongo de la penicilina como la ramita de la camomila.

Por no hablar del parto sin dolor y de cómo lo agradece la madre. Por no hablar siquiera de quienes se niegan a que se les haga un análisis de sangre en vista de que su credo religioso se lo impide.

Otra rama de la idiotez pregona que las vacunas son malas y que no deben administrarse, cuando es un hecho conocido que muchas enfermedades han desaparecido gracias a la vacunación y que la gente ya no se muere de polio. Como son datos demostrables y demostrados, la ley se encarga de castigar a los reticentes.

Si a todas estas combinaciones deletéreas se les mezcla lo que es percibido como la maldad de la compañías farmacéuticas, estamos aviados. Se diría que las farmacéuticas solo están ahí para ganar dinero y se olvida que si no fuera por ellas prácticamente no habría investigación conducente a la sanación ni ensayos clínicos ni congresos médicos. Hacen cosas mal, es verdad, y sus nuevos medicamentos son con frecuencia muy caros y favorecen a quienes se lo pueden permitir o a una Seguridad Social saneada (vaya, más dinero, más rentabilidad, más investigación, mejores curas). Pero no siempre es así. Me temo que en este sentido, la espléndida novela El jardinero fiel, de John le Carré, sobre los ensayos en cobayas humanas, ha hecho mucho daño.

¿A qué conclusión llegan los naturalistas confundidos? A que cuanto menor sea la intervención del hombre en la medicina, más limpia será la cura, más natural, más en acuerdo con lo que la Naturaleza quiere de nosotros. Aquí bajaré la voz y sugeriré que lo que la Naturaleza pretende es acabar con nosotros los humanos. Y, nos aseguran, es mucho mejor fiarse de los efectos beneficiosos de la homeopatía: nada cura mejor un buen gripazo que unas pildorillas naturales y olvídense de los antibióticos. Los colegios de médicos llevan décadas explicando el efecto placebo de la homeopatía (vamos, que no sirve para nada) y que no es razonable que haya farmacias en donde se mezclan unos remedios y otros, que haya naturópatas y médicos tradicionales con igual sabiduría y capacidad de curar. Mucha brujería amable e inútil, es lo que hay. Salvo en el caso del cannabis para el dolor de las migrañas, para el cáncer y el glaucoma, los remedios homeopáticos no pasan de ser complementarios en medicina. No, si al final, un buen porro...

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