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El cine y la historia a propósito de «Dunkerque»

Christopher Nolan ha vuelto a firmar una película excelente más allá del relato. Lo hizo hace algunos años con Memento -que pudimos ver en la Mostra, la llorada Mostra de Valencia- y lo ha llevado a cabo ahora con Dunkerque. Películas con pocos diálogos, en las que más que la acción lo que transmite la cámara es un estado de ánimo, en ambos casos la angustia, el suspense que proclamó Hitchcock como la piedra filosofal del lenguaje cinematográfico.

Ha transcurrido mucho tiempo desde el periodo clásico del cine, la época dorada que abarca los años 40 y 50 del siglo pasado, y ahora vivimos una etapa de clara decadencia en lo cinematográfico. Mientras proliferan las series de televisión como alternativa narrativa -el mundo siempre necesitará historias para alimentarse, lo que cambia es el formato- el cine ha buscado refugio en Netflix y en los efectos especiales.

Dunkerque, de entrada, se posiciona contra el efectismo. Cuenta hechos reales, desde luego, pero no se regodea en la violencia. Sangre se ve la justa y como paradoja, fruto de un pequeño accidente doméstico que le cuesta la vida a uno de los protagonistas adolescentes. Una banda sonora minimalista nos pone en situación. Los disparos son secos, incluso los bombardeos y los combates aéreos.

Nolan no cuenta apenas ninguna heroicidad, al menos no la sitúa en primer plano. Aquí no hay juegos de tronos, superhéroes o fuerzas transformantes del bien que se enfrentan al mal absoluto en el último envite para salvar la Tierra. La película es un estado de ánimo, el de los soldados que buscan sobrevivir, escapar de la muerte. Sobre las playas francesas, 400.000 soldados, mayormente británicos pero también franceses y belgas, intentan seguir la penosa organización de la Royal Navy para evitar a los panzers alemanes que, todavía no se sabe muy bien por qué, han detenido su avance.

Los protagonistas hacen trampas, conculcan el código militar del honor, se disfrazan con el uniforme de otros ejércitos con tal de salvar la vida. Ese es un primer mensaje necesario en los tiempos que corren, cuando hace ya algunas generaciones que han olvidado el recuerdo de los horrores de la guerra y cuando la maquinaria del entretenimiento apuesta por películas y juegos basados en la violencia. No hay más que darse una vuelta por los catálogos de Nintendo y la Xbox de Microsoft para descubrir que la guerra ha regresado con ímpetu al universo lúdico de las personas. Dunkerque, en cambio, recuerda el miedo ante la muerte.

Los jóvenes que conforman el grueso del ejército, la carne del cañón, sobreviven bajo el trauma de la guerra en la película de Nolan. Son otros los héroes: un aviador que se la juega por salvar vidas derribando enemigos, el almirante Kenneth Branagh que se queda en el peligroso espigón para ayudar a los franceses, un anciano que se une con su barca de recreo a la flotilla civil que acude a las playas del otro lado del Canal para recoger a sus muchachos, «la armada mosquito», como la llamó Churchill.

No hay, pues, exaltación o representación del mal, probablemente ya no cabe en nuestro mundo salvo como comportamiento anómalo que merece tratamiento terapéutico. Lo que se confronta y opone en el filme de Nolan es el egoísmo por sobrevivir, comprensible y natural, con el espíritu de sacrificio, debido o no, esa no es la cuestión, pues son tanto militares como civiles los que dan ese paso al frente.

Ahora bien, la película tiene otros muchos flecos que abren el debate. Es lo que suele ocurrir con las buenas películas históricas, más si cabe cuando se relatan acontecimientos todavía recientes para la memoria colectiva. Los alemanes, por ejemplo, no aparecen, salvo como ejército entre las sombras. Y los franceses salen bien poco, lo que ha valido generalizadas críticas por parte de los grandes rotativos del país vecino, progresistas y conservadores, tanto da.

Se exalta, eso sí, el espíritu nacional del pueblo inglés, recordando que la evacuación de Dunkerque le sirvió a Churchill para pronunciar su más famoso discurso -y mira que tuvo muchos-, aquel en el que alabó la entrega de sus compatriotas ingleses y prometió proseguir la lucha playa a playa, casa a casa y hasta en los últimos confines del Imperio. Pero he aquí otro ausente, el Imperio, pues no hay ni una sola mención a la existencia de tropas coloniales entre los 400.000 de Dunkerque, y las hubo, de la India, de Sudáfrica y otros lugares. Y ni pío.

Curiosamente entra en escena un pequeño grupo de highlanders -procedentes de Escocia, resulta obvio- con un comportamiento abiertamente insolidario. El relato, en consecuencia, sigue el curso del gran volumen de la enciclopedia mental británica, aquella que consagra a los ingleses como la más valerosa y sacrificial de las naciones. Es decir, siempre a las puertas del brexit, autosuficientes. ¡Qué gran pueblo tan incorregible!

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