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El papel de los intelectuales y los «hackers» en la política

A partir de mañana lunes, y promovido por la Presidencia de la Generalitat, arranca en el Convento del Carmen un congreso dedicado a conmemorar el 80 aniversario de otro congreso, el de escritores para la defensa de la cultura que tuvo lugar en València en plena guerra civil desatada, exactamente en julio del 37. Ya el pasado julio se celebraron algunas lecturas conmemorativas en el Ayuntamiento y es ahora cuando un grupo de estudiosos y académicos se centrarán en analizar los pormenores de aquel encuentro ya legendario, y que reunió a un centenar de escritores y pensadores en nuestra ciudad, convertida para entonces en capital republicana y hervidero de políticos, milicianos, diplomáticos, espías y corresponsales.

El congreso del Carmen es serio y riguroso, de rango universitario, con presencia de verdaderos especialistas en historia cultural como Manuel Aznar y su colega José Ramón López, José Carlos Mainer o el hispanista Serge Salaün. Se echa en falta, acaso, la contribución de algún escritor con más cartel mediático y capacidad de controversia ideológica, como Jon Juaristi, quien ha publicado este año un libro muy documentado y no sin cargas de profundidad sobre un episodio de intelectuales camino del exilio con André Bretón y Lévi-Strauss de figuras estelares y buena parte del socialismo vasco de matute.

Conviene tener presente, no obstante, que la mitificación del congreso de intelectuales antifascistas de València y el jaleo sobre posiciones políticas previas, apenas si conduce a un estado de melancolía crónica. La jarana de los escritores en defensa del asedio a la República tuvo, como la propia causa republicana, muchas luces y sombras que conviene analizar sin prejuicios. Un historiador nada sospechoso y de una altura intelectual y documental fuera de toda duda, me refiero al británico Tony Judt, colega del citado Mainer, fue especialmente crítico con el papel de los intelectuales en las batallas políticas del pasado siglo XX. El mismo Ricardo Muñoz Suay, encargado del primer cincuentenario -que tuvo lugar en 1987- del congreso antifascista, quiso que aquella conmemoración sirviera para saldar algunas cuentas y errores, lo cual solo ocurrió a medias.

Por lo general, a los intelectuales y escritores se les suele invitar a opinar, y si son de la cuerda se les propone para algún cargo, comisión u oropel. Si su comentario es impropio, entonces los políticos suelen argüir que los sabios de los libros no tienen idea de política y sus opiniones son ligeros desvaríos, lo cual suele ser frecuente pues es difícil que un intelectual asuma con disciplina la totalidad de un argumentario político. Judt no habla de esto, lo que refiere en libros como Posguerra o Algo va mal, es el uso de la intelectualidad como arma política por parte de todas las ideologías contendientes en el carnicero siglo XX, y en especial a raíz de la revolución soviética, cuya capacidad para la construcción de potentes análisis y metáforas de la realidad en los que se agitaban economía, ética y cultura propulsaron a los intelectuales a una posición preeminente, al modo de los evangelistas en el corpus teológico cristiano.

La apuesta soviética por la cultura fue más que obvia desde el 17, y tuvo en el escenario español del 36-39 un momento álgido, incluyendo una clarísima infiltración de agentes rusos en el congreso valenciano encabezados por Ilyá Erenburg a pesar de sus discrepancias con la línea más oficial del sovietismo. Más tarde, durante la guerra fría, la URSS siguió organizando encuentros de escritores afines a la causa comunista y los norteamericanos aprendieron a contrarrestarlos organizando los suyos propios con ayuda de la CIA y tratando de controlar la poderosa maquinaria del cine en Hollywood, lo que desembocó en la conocida caza de brujas del senador McCarthy. Pensadores de la talla de Jean Paul Sartre -y su pareja sentimental Simone de Beauvoir- jugaron un papel destacado en la defensa del bando comunista durante los agitados años 60, mientras filósofos como Bertrand Russell o Karl Jaspers y escritores de relumbrón como Faulkner o Tennessee Williams apoyaron a las democracias liberales.

En cualquier caso, a los intelectuales se les suelen perdonar los pecados de juventud militante, y la mayoría reconsideran sus posiciones con el paso de los años y la frustración por la pérdida de la inocencia romántica. Lo más triste de esta fascinante historia de guerras de propaganda ideológica bajo el filtro de la cultura es que como actualmente ya nadie lee, los intelectuales han pasado a ser unos actores muy secundarios de la batalla social y política. Ahora va de tuits, y en eso los rusos, que ya han dejado de ser soviéticos, parece ser que siguen siendo adelantados.

Los partidos políticos, lo que demandan en la actualidad, es el apoyo de deportistas, presentadores de televisión o cantantes. Nadie suspira por un escritor. Ahora la figura que arrastra es Piqué o su alter ego, Sergio Ramos, mientras emergen personajes novedosos como Julian Assange y organizaciones extrañas como Wikileaks al tiempo que los hackers que trabajan en los círculos concéntricos del poder ruso, han abierto un nuevo capítulo de la guerra de propaganda.

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