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El culto al café

El café es mucho más que esa bebida que se obtiene a partir de los granos tostados y molidos de los frutos de la planta del café. Es mucho más que un chute de cafeína para continuar con la brega. El café es el olor a la casa de mi abuela. Es el "vete y dile a tu tío que baje para que se tome un café" de los domingos a las cinco de la tarde. Es el llegar a casa de tu madre y que te reciba con "¿un cortadito, niña?" o el sentarme a la mesa de mi hermana con una taza humeante y contarle mis preocupaciones. Es la excusa para quedar con los amigos a los que echas de menos -"oye, ¿y para cuándo un café?"- y con eso basta. Y el inicio de muchas relaciones, que al principio, con torpeza, sin saber cómo acercarse, van y se dicen "podríamos tomarnos un café un día".

El café es el semáforo de la vida. Ese que hace que pares cinco minutos tu rutina para disfrutar de ese líquido negro, caliente, amargo, fuerte y espeso que te lleva, estés donde estés, a tu hogar. Al aroma de la mañana. Al pitorro de la cafetera haciendo de despertador. Es el compañero perfecto para una tarde de lectura y para mantenerte despierto en las noches de trabajo. El café es el testigo de la vida. De las alegrías y las penas. El café es el baúl de los secretos que se cuentan en torno a una jícara con su contenido. El mejor orador y el mejor escuchante. Es esa planta que crece de forma silvestre en las altas tierras de la provincia de Kaffa.

Por todo esto, por todo lo que nos regala el café. Por el amor, la amistad, la familia, los reencuentros, la vida... Dejemos de pervertirlo, de querer cambiarlo, de romper su esencia. Dejemos de fabricar ese café torrefacto (que se muele con azúcar) que sabe mal y se digiere aún peor. Por una vez en la vida, dejemos las cosas tal como están. Intentemos no cambiar algo. Aceptemos -aunque nos cueste- lo natural y no intentemos mejorar algo que ya es perfecto en sí mismo. Mientras esto escribo, sonrío, miro a mi derecha, de la pequeña taza -herencia de la dote de mi madre- sale un hilo de humo que danza por el salón y se pierde haciendo ondas hasta encontrar la ventana. Quizá le llegue el olor a mi vecino y evoque sus años de juventud, sus noches de insomnio o las tardes en las que se sentaba con su difunta mujer, después de un sabroso almuerzo hecho por ella, a ver los programas de sobremesa.

Yo, mientras, escribo, y pienso que me tomo un café contigo, que te topas con esto en las páginas del periódico cuando el semáforo de tu vida se ha puesto en rojo y el café te sienta las madres.

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