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Adiós, Ramón

Las cuatro calles que componen la parte más doméstica y cotidiana de mi barrio llevan unos días cabizbajas. La razón es la muerte de Ramón, Ramón a secas, el pobre Ramón, el indigente de la esquina, el que pedía monedas: «Amiga, para un cortao, aunque sea».

Bajito, moreno -no sé si de sol, por falta de jabón o por ambas cosas a la vez- desgarbado, flacucho y desaliñado hasta decir basta, Ramón era como un perrillo apaleado, que se acercaba en la calle o a la salida del súper para pedirte dinero.

Si era domingo y el barrio estaba desierto, se quejaba, como si los que habitualmente le dábamos una moneda para sus cortaos hubiéramos faltado a la cita, porque para Ramón no existían fiestas ni libranzas: su trabajo era exigente y de a diario, sin treguas ni perdón.

Alguien de su barrio -el nuestro era su lugar de trabajo- me contó después de su muerte que Ramón nunca tuvo otra vida, que vivía en un piso de unos bloques baratos que había sido de su familia y que a ver en qué estado habría dejado la casa. Me dicen que lo suyo era por la droga, yo no tengo constancia, pero blanco y en botella suele ser leche.

Tenía mi edad, lo sé porque un día se lo pregunté. Sentí curiosidad: sería mucho mayor que yo o quién sabe si todo lo contrario. El cuerpo de Ramón estaba tan batallado que calcular su edad era tarea de adivino. Por eso, cuando supe que podíamos haber ido juntos a clase, ser de la misma pandilla o tener hijos en el mismo colegio, lo empecé a ver de otra manera. Fue un niño de mi generación, la de los payasos de la tele, pero míranos a los dos ahora. Su vida y la mía.

La mía, como la de la mayoría, con satisfacciones, esperanzas y sus tristezas. La suya, una mierda (lo siento, no hay otra palabra).

La noticia me la dio un vecino por teléfono. «Te voy a contar algo triste: murió Ramón. La gente está afectada en el barrio, han puesto hasta un cartel». A mí también me afectó. «Una pena», dicen en la calle, donde circulan varias versiones sobre cómo fue su final.

Ramón no hablaba más que para pedir monedas o a veces un bocata de jamón serrano, no era simpático, ni llevaba la bolsa de la compra a las señoras mayores, pero algo tuvo este hombrecillo que se paraba justo en el límite de la entrada del súper a ver qué caía, consciente de que su lugar estaba al margen. Lo adoptamos como otros hacen con una familia de gatos, aunque en vez de leche le dábamos monedas, no creo que hubiera admitido otra cosa. Lo suyo fue una carrera directa hacia el desastre final. En el barrio se ha sentido, Ramón

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