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Alfons García03

La Constitución calienta diciembre

Lo mejor de los días de frío en estas tierras son las lavanderas blancas, la demostración con alas de que la belleza es pureza y simplicidad. Lo demás son adornos. Blanco y negro y unas formas estilizadas y proporcionadas. Nada más en estos pajarillos que parecen no sentir el frío. Si los han visto, saben de qué hablo. O quizá no. Tal vez hay que tener habituada la mirada al blanco y negro. Ser hijo de la televisión de Mariano Medina, aquel vetusto hombre del tiempo en aquella pantalla que solo existía tardes y noches, en la que sonaba solemne el himno al acabar la programación y que entre programas ofrecía minutos musicales y cortos de Chaplin y del Gordo y el Flaco.

La Constitución es otra hija del UHF, de aquellos tiempos grises anteriores a la movida, colorida, barroca y bastante hortera, adjetivo cuyo uso creo que ha pasado a mejor vida (hagan la prueba con menores de veinte). Es también otra protagonista que vuelve cada año con el frío de los primeros días de diciembre. Este invierno más que otros, porque se habla con más insistencia que nunca de su reforma. Si está en todas las mesas de debate, será porque interesa, porque los grandes poderes en este mundo globalizado e hipermonetizado consideran que ha llegado el momento. ¿Y qué hay diferente ahora a hace un año? Lo nuevo es Cataluña. El procés y el conflicto. Porque internet ya existía. Las comunidades autónomas, los nuevos derechos, la Unión Europea y el Senado, también. Que sea para bien.

Dicen algunos constitucionalistas y políticos (los de Ciudadanos llevan la delantera) que si la reforma ha de hacerse para resolver el problema de Cataluña, mejor no acometerla. Que sería percibida como un premio a los rebeldes. A mí me parece que si los cambios han de soslayar la cuestión catalana, no vale la pena tocar nada del sagrado texto ni tantos esfuerzos.

Insisto, si la modificación de la Carta Magna está hoy en el mercado de la actualidad política es porque tenemos un problema. Dejarlo todo en manos de la justicia pasará factura. Si alguien quiere mirar hacia otro lado (por intereses electorales), está en su derecho, pero quiero pensar que deberá rendir cuentas antes o después.

El procés no está solo además. Encarar la situación de Cataluña es poner el foco en el principal agujero que la Constitución tiene en 2017 y que nos afecta, y mucho, a los valencianos: la cuestión territorial. Las comunidades autónomas, esas que hoy rigen la vida de los casi cincuenta millones de españoles, no tienen ni nombre en su norma suprema. En 1978 se regularon sobre el papel unas instituciones que debían nacer de la agrupación voluntaria y por razones históricas de las provincias. Cuarenta años después, esa voluntad teórica de descentralización es tan real que empieza a resquebrajarse por unos problemas que se pueden resumir en desigualdad y desequilibrio.

Puede parecer paradójico, pero cuando el sistema ha igualado la capacidad de autogobierno de los distintos territorios ha sido cuando han surgido los problemas. El modelo simétrico ha favorecido el estado del bienestar, pero cuando los ingresos propios de las comunidades han saltado por los aires se han destapado las deficiencias. Un sistema asimétrico que extienda privilegios de difícil justificación hoy como de los que gozan País Vasco y Navarra no se vislumbra tampoco como solución. ¿Asimetría e igualdad pueden ser combinables? Me parece que de eso se debería hablar inexorablemente si se reforma la constitución. Y eso supone, claro, abordar la suficiencia de todos los territorios para financiar la sanidad o la educación, algo que en 1978 no era más que pura teoría.

Y por qué no, también se puede hablar de las provincias y las diputaciones que les acompañan. ¿Caben cuatro administraciones en la España de 2018? Alguien tan aparentemente poco radical como el expresidente del Consell Jurídic Consultiu Vicente Garrido dijo en el debate que organizó esta semana Levante-EMV que no, que lo que sobra es algo tan artificial y con tan poco arraigo histórico como las provincias. Todo un orteguiano.

Si alguien quiere una lección de improductividad puede visitar un pleno de la Diputación de València: en los últimos, minutos y minutos discutiendo declaraciones sobre asuntos que quedan lejos de la corporación provincial y que ya habían sido tratados en las Corts, como Cataluña o la financiación de la Comunitat Valenciana. Como si fuera una segunda cámara. Como si no fuera bastante con el estéril Senado. No obstante, los diputados provinciales, a los que nadie eligió directamente, pueden respirar. No parece la España de 2018 muy proclive a esa manía tan mediterránea de aborrecer de las provincias.

Realmente parece reacia a grandes cambios, si hay que fiarse de los portavoces parlamentarios. Si en 1978 perseguidos y perseguidores se sentaron en la misma mesa y pactaron fue porque aún les llegaba el aliento fétido de la dictadura franquista. Dejar de ser la anomalía de Europa exigía ceder y lo hicieron todos. Hoy España está frente a otro problema importante: la convivencia pacífica y ordenada de sus territorios se ha roto por Cataluña y alguna ficha habría que mover. Parece un objetivo como para dejar de lado miserias partidistas y personales. La diferencia con 1978 es esa, precisamente: unos partidos convertidos en maquinarias electorales que miden cada movimiento en función de su efecto en las urnas.

No sé si el escepticismo es más la virtud de los cenizos que de los sensatos, pero no me atrevo a decir que cuando las lavanderas vuelvan el diciembre próximo la Constitución estará en construcción. Más, si uno se para a pensar en la complejidad de una reforma de calado: implica referéndum, disolución del Congreso y elecciones. Demasiada generosidad política y altura de miras. Algo así quizá requiriera el último servicio a la patria de un gobernante leal. Too much.

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