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Peligrosa cortina de humo

Jerusalén, ciudad del cielo y de la tierra, tres veces santa, vuelve a estar en el centro de las pasiones enfrentadas de israelíes y palestinos, después de que el presidente de EE UU, Donald Trump, la reconociera el miércoles, de forma unilateral, como capital de Israel. Un anuncio, como poco, temerario y absolutamente al margen del derecho internacional, que considera la parte oriental de la ciudad territorio ocupado.

Es difícil explicar la importancia de Jerusalén para israelíes y palestinos a quienes nunca han pisado los callejones de su casco histórico y nunca se han dejado seducir por sus colores, olores y sonidos, como la llamada a la oración de los muecines, el canto de las campanas de las iglesias cristianas o la sirena que recuerda, los viernes por la tarde, el inicio del Shabat. Jerusalén va mucho más allá del componente religioso -importantísimo y omnipresente, sin duda-, es una cuestión que afecta al núcleo identitario de ambos pueblos, a su propia conexión con la tierra y el cosmos, lo terrenal y lo espiritual. La energía, el magnetismo que desprende, es gloriosa y fatalmente único.

Jerusalén es cabeza, corazón y alma de Oriente Próximo. Y también es memoria. Cada piedra es pura historia. Por eso el anuncio de Trump ha provocado un terremoto comparable al que hace mañana un siglo provocó la estampa del general británico de la I Guerra Mundial, Edmund Allenby, entrando en la ciudad tras conquistarla al Imperio otomano, que había ejercido su dominio durante 400 años.

Trump, en su empeño por satisfacer a su electorado más pro-israelí, ha lanzado un misil de imprevisibles consecuencias en un momento en el que la investigación por la presunta injerencia rusa en las elecciones que le dieron la victoria en noviembre de 2016 apunta con cada vez más insistencia a su círculo más cercano. Una peligrosa cortina de humo.

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