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En 2018

Se cumplen en este inicio del 2018 cien años del final de la Gran Guerra. Su objetivo fue la destrucción de la hegemonía europea del Imperio Austro-Húngaro y la abdicación de los Habsburgo, precipitándose las potencias nacionales europeas en un fango de sangre que arrasó la Mitteleuropen conservadora, culta y liberal de finales de la centuria anterior y la Viena de 1900. Sarajevo y la muerte del archiduque Rodolfo de Austria fueron el final de aquella Europa que ya nunca volvió a ser la misma y que nos narrara de forma terrible y magnífica Stefan Zweigt en su maravilloso El mundo de ayer.

Hoy Europa es un proyecto a medio hacer. Ciertamente que inspirado en la tradición política que le es propia, pero sustentado en enormes burocracias y sinecuras muy alejadas de la vida de la ciudadanía, exhausta por otro lado, de crisis, infravaloración, desaparición de las clases medias europeas y un futuro lastrado por todo tipo de divisiones y crisis. No sólo el brexit es ejemplo de lo dicho.

Entre una Europa de las naciones y una Europa de las regiones y una Europa de los pueblos, el panteón de Bruselas no parece gozar de la salud que los europeos precisarían para confiar de nuevo seriamente en un proyecto integrador y homogeneizador de Europa. Y sin Europa no somos nada, claro porque es nuestra patria común. La de todos los europeos. Lo que ocurre es que los fenómenos supranacionales se ven muy mal cuando las batallas internas son fuertes y los sinsentidos históricos escasamente llevaderos.

La Europa de la libertad liberal sucumbió a los nacionalismos más devastadores que ,tras la efímera paz de Versalles, llevaron al continente a su más dramática guerra del siglo XX: la de los totalitarismos nazi y comunista. Después de ser arrasada por segunda vez, Europa reaccionó hacia una paulatina construcción, primero económica, después lentamente política, mucho más lenta desde luego de la que ansiábamos los que votamos sí en el referémdum por aquel hoy olvidado proyecto de Constitución Europea que reposa en los volúmenes de la biblioteca del pasillo de mi casa.

Los cantonalismos, los intentos de separación del espacio europeo son un inmenso error histórico que no debemos permitirnos. Y las homogeneizaciones totalizadoras de las diferencias, otro que jamás debimos cometer. Entre los polos de esa dialéctica abrasiva nos jugamos la unidad de nuestro país y del continente europeo. España no puede terminar en un redivivo «Viva Cartagena» como colofón a las guerras cantonales del fracaso de nuestra primera república, ni tampoco en un nuevo giro hacia las esencias de la revolución pendiente.

Para eso, este 2018 celebraremos el cuarenta aniversario de la Constitución del 78 que tanto ha contribuido a traer la democracia a este país y a vertebrarlo desde el punto de vista de su unidad y de su diversidad histórica. Si fuésemos más normales, menos patologicamente pendulares que como somos y gustamos de mostrarnos, la reforma constitucional podría realizarse con cierta sensatez, sin grandes alharacas ni excesivos cambios y con una fundada garantía de éxito y permanencia.

Para ello, a mi juicio, son necesarias dos condiciones: reconducir el contencioso catalán y, a través de unas nuevas elecciones generales, conformar un gobierno de amplia coalición que pueda, con seguridad y tino, abordar las reformas estructurales y regeneradoras que demanda nuestra democracia. Sin ello, que antes o después se producirá, la charca comenzará a supurar pus, si no lo está haciendo ya, paralizando por la infección, poco a poco, todo el cuerpo nacional y autonómico y sumiéndolo en el hedor progresivo de la gangrena.

Precisamos políticos con sentido de Estado. Y no meros tahures del corto plazo y las cartas marcadas. Y ello en todos los partidos políticos. Desde el centro-derecha, el centro-izquierda, los partidos nacionalistas catalanes, en menor medida hoy por la sensatez de Íñigo Urkullu en el nacionalismo vasco y también en el nacionalismo valenciano, tanto el que hoy aglutina Compromís como el que pudiera aglutinar con tiempo alguna otra formación embrionaria que hoy pulula por su espacio vital y su aire democrático. No seré yo, naturalmente, quien se lo niegue a priori y tampoco muestre mi entusiasmo infuso. Simplemente lo comento y razono sobre ello.

Como Sándor Márai en sus Confesiones de un burgués, algunos apostamos por la razón y la libertad. Entre ellos estoy. Como valenciano, como español y como europeo, mis patrias.

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