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En tránsito

No se entra dócilmente en la llamada normalidad tras un mes de bombardeo navideño. Aunque los proyectiles ofensivos no dejen heridas visibles, quedan secuelas; la más importante, el soniquete de las canciones norteamericanas taladrándote la oreja. He oído tantas versiones de Jingle Bells, tengo tal superávit de buen rey Wenceslao y The First Nowel que no me queda vida para diluir sus compases en el silencio. Emboscados en los lugares más insospechados, su guerra de guerrillas fue feroz y pronto cayeron las primeras víctimas: los villancicos tradicionales. Por cada golpe de zambomba y pandereta había centenares de melosos Let It Snow. Un ejemplo de libro del clásico combate desigual.

Con cascabeles repicando todavía en los tímpanos, intento darle al interruptor de la vida corriente, aquella que dejamos allá por noviembre, pero la tarea es ardua. Aún tengo fresca una imagen del sábado pasado. Familia con dos hijos preadolescentes, vestidos con equipación completa del club de sus amores y cada uno encaramado a un extraño vehículo de color amarillo (el mayor de pie, el menor sentado casi a ras de suelo). Ambos avanzaban resueltos por la acera -llena a esa hora de paseantes cargados con paquetes y gente que tomaba el aperitivo- y sus padres iban detrás. Él, estrenando gorro de lana, llevaba en una mano un dron de tamaño medio y miraba con afán a su alrededor buscando -vano empeño- dónde echarlo a volar. Ella, con gesto de paciencia infinita, cerraba la marcha; en su rostro, un único deseo: que llegara ya el lunes, los niños se fueran al colegio, ella al trabajo y el marido al suyo. Y que los artefactos mecánicos, por fin, acabaran en el trastero, tras una oportuna y misteriosa avería de carácter irreversible.

Por suerte, cuento con mis salvavidas, auténticos fondos de armario que, sin falta, nos trae enero. En primer lugar, las rebajas: sustitutivo consumista, entre metadona y zanahoria de ilusión, que promete chollos estupendos (en realidad sólo sirve para comprar cosas que no necesitamos) y distrae de la grisura ambiente. También, los nuevos coleccionables de los quioscos, que esta temporada ya tienen ganador: la máscara de Tutankamón a tamaño casi natural, con todos sus brillores. Por último, el más difícil: intentar cumplir los propósitos que, en un momento de delirio y bajo los efectos de la euforia de Nochevieja, nos hicimos para el recién inaugurado 2018. Sin ir más lejos, yo me encuentro en pleno zafarrancho ordenatorio de mi casa; lógicamente, ahora se encuentra mucho más desordenada que antes, y, además, invadida por cajas, okupas de cartón llenas de trastos.

Menos mal que las secuelas navideñas, como la juventud, son una enfermedad que se cura con el tiempo. Poco a poco empezaremos a interesarnos más por las nevadas, los pactos postelectorales -o preelectorales- catalanes, Trump, la subida de la luz... Y menos mal que sólo quedan once días para san Sebastián.

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