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Y Churchill llegó al Oscar

Ganó una guerra, afirmó que para seguir siendo fiel a las ideas propias en ocasiones había que cambiar de partido o no hacerlo para volver después como fue su caso. Perdió las elecciones y se le concedió, muy merecidamente, el Premio Nobel. Nadie como Winston Churchill para retratar la Europa de los totalitarismos nazi y comunista, ni político más importante no sólo en Reino Unido, sino en el siglo XX europeo. Y hoy, encarnado magistralmente por Gary Oldman, ha ganado su primer Oscar.

Como admirador del gran político conservador británico lo celebro. Más que nada porque su figura se agranda, cuando se le lee y conoce, frente a Chamberlain y todos aquellos dispuestos siempre, en cualquier situación o circunstancia histórica, al pacto permanente con los que lo suscribirán para destruirlo a continuación. Sir Winston no fue un santo, gracias a Dios. Y las hizo de todos los colores. Pero sus discursos en los Comunes fueron antológicos y la foto de Yalta supuso el reparto de Europa entre los vencedores de la Segunda Guerra Mundial. Un político, pues, para la gran historia europea.

Hoy no hay en Europa políticos como Churchill, probablemente porque de haberlos se habrían retirado hace tiempo. Quizá, repito, para volver insospechadamente una y otra vez aún en distintas candidaturas. Pero ni por esas. Nuestra política ha quedado huérfana de estadistas y de pensadores políticos. O sea, de hombres y mujeres de acción que piensan lo que hacen y hacen aquello que piensan aunque no lo cuenten, como es natural.

La partitocracia general y la tecnocracia como único pragmatismo conocido y practicado como tal por nuestros partidos hace sucumbir toda esperanza de un cambio razonable en nuestra vida política. Y no me refiero naturalmente al repique a gloria, para algunos, de las encuestas y a Semana Santa y de martes de Dolores para otros. No sólo, aunque también. Sino a esa causa sin efecto que consiste en que los partidos han ocupado todo el Estado y, como es lógico, si lo han llenado todo no dejan huecos por donde pueda pasar el aire fresco que tanto precisa nuestra maltrecha y reseca democracia: hace falta que llueva también en la política. Y a cántaros.

Cuando a Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón le preguntaban su opinión sobre la cúpula del Partido Popular, solía afirmar con la británica ironía que siempre le caracterizó: «¿Qué cúpula? En todo caso un minarete», que él comprendía en otro de sus asertos recogidos en sus Memorias de estío del siguiente modo: «El presidente del PP [por Aznar en aquellos momentos] es como una pirámide deslizante, todo aquel que intenta trepar por ella baja irremediablemente hacia los infiernos».

Y hoy las cosas no han cambiado mucho, salvo que el modelo minarete se ha extendido a todas nuestras formaciones políticas haciéndolas cada día más opacas, inaccesibles e inútiles para, si no solucionar, sí al menos no complicarle más la vida a los ciudadanos y dejarles un espacio real de libertad, responsabilidad y decisión individual y colectiva. Por eso la ciudadanía huye de los partidos. Y éstos se van quedando solo con los de la nómina y sin ningún Churchill que pueda decir con credibilidad en el parlamento aquello de «sólo puedo ofreceros sangre, dolor y lágrimas», como sir Winston en su celebérrimo discurso de 1940 ante los Comunes. Si a esto sumamos los hallazgos mediáticos interesados por tirios y troyanos, tipo Rivera y tal, tipo Iglesias y cual, pues nos estrellamos todavía más en una insorportable mediocridad que definitivamente arruinará voluntades cívicas y llevará hasta el silencio probablemente a una generación entera.

Necesitamos adecentar nuestra democracia. De seguir como vamos habrá, qué duda cabe, algún que otro cambio pendular antes o después, pero en el fondo el tigre seguirá siendo el mismo y como ruge Oldman en El instante más oscuro frente a Chamberlain: «No se puede negociar con un tigre cuando tienes la cabeza dentro de su boca». Grande Churchill, extraordinario premier británico y político de cuerpo entero que supo perderlo todo para ganar honra y memoria históricas. Pero claro, a quién le importa hoy la honra y la memoria. Y necesitamos de nuevo estadistas a quienes estos viejos valores no sólo no importunen, sino que los precisen y aprecien. Europa precisa estadistas, España urge estadistas. Y nada ni nadie contesta salvo los muertos y la historia.

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