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Platos rotos

Al parecer, siempre que se produce un choque de antagonismos sucede el estropicio de la vajilla, por lo común más en unas partes que en otras aunque la vivienda sea la misma. El más reciente es el protagonizado por el nacionalismo, el español y el catalán, por este orden. El consenso tramitado, refrendado por el electorado en 2005, se vio frustrado por el recurso del PP y la sentencia del Tribunal Constoitucional de 2010. Fue el fin del catalanismo, el impulso al independentismo paralelo a la recuperación del españolismo más apolillado.

La carrera hacia atrás adquirió vigor con la recentralización del Estado, por la vía de los hechos: las autonomías vigiladas, las cuentas intervenidas, las de los ayuntamientos también contra el mandato constitucional. Que nadie olvide, esto es anterior al conflicto catalán.

La modernización de los ochenta, Transición incluida, arrumbada. La marca España vuelve a ser la intolerancia inquisitorial revestida de independencia judicial, el tricornio, las faralaes, el turismo de borrachera y sol. En nuestro territorio, el turismo de calidad de los grandes eventos, se tradujo en pagar a los Ecclestone y demás, los costes de las fotografías, las comisiones a los granujas. Todo un empeño en ciudades de luz, de lenguas, tierras míticas, marinas y demás que pesan como losa que alcanzará a mi nieta de apenas nueve años.

Como si el pasado inmediato no fuera con el PP, se limitan a la excusa del mal alumno: «Yo no fui; no estuve en ello; los forajidos no están en la organización» y demás sandeces que otorgan un nivel de ignorancia sublime a quienes les escuchan o leen. Los animadores del Corredor Mediterráneo guardaron silencio durante los veinte/veinticuatro años del reinado popular en la Comunitat Valenciana. Ahora descubren una necesidad, más que secular al ritmo que vamos. Con el coste del rescate de las radiales madrileñas podría pagarse.

Todo ello tiene que ver con un contexto más amplio. A escala global, ¿por qué hablan de «revolución conservadora» (Buchanan desde 1956, en 1947 con Hayek en Mont Pélerin, sin montaña mágica) cuando es una involución? ¿Por qué proclaman «reformas» lo que son recortes brutales en sanidad, en educación, en derechos civiles, en prestaciones sociales, en contratos de trabajo cada vez más precarios? ¿Por qué, en otro ámbito más cercano, hablan de «libre elección de la educación», cuando tratan de segregar por género y clase social, adoctrinar religiosamente con frecuencia, o eliminar el valenciano normativo?

Así la destrucción de la unidad de nuestra lengua, con inventos tan grotescos como el lapao aragonés seguido del secuestro de manuales escolares que hablan de la corona catalano-aragonesa; la invención de normativas que ni siquiera cumplen sus autores cuando las utilizan. Los propios escolarizados a partir de la Ley de 1983 de la Generalitat Valenciana desechan los supuestos conocimientos adquiridos, como la mayoría de los funcionarios que exhiben su Mitjà.

Fracasado el modelo territorial hay quien propone la devolución de las competencias asumidas, por carecer de financiación adecuada: la pescadilla y la cola. Razón de más para reforzar lo que queda de un Estado agónico en el contexto de las organizaciones supraestatales y en la globalización. Caen los palos del sombrajo del Estado compuesto autonómico de los constitucionalistas. Queda la marca España completada con toro e Inquisición, aportaciones a la cultura universal, aunque fueran importadas.

El venerado sociólogo Linz pulió la cara más agreste del franquismo definiéndolo como «régimen autoritario», expresión conveniente para los nuevos amigos americanos de la Guerra Fría y alivio del general. ¿Puede una democracia ser autoritaria, al estilo de Ucrania, Hungría, Polonia? La ley mordaza que además de intimidatoria es recaudatoria, las reformas laborales, la relajación a la justicia, la incapacidad política podrían ser ejemplos. Ante ello aparecen los superadores, ni de derechas ni de izquierdas, esgrimiendo valores europeos en que no creyeron nunca. Lo suyo, la aplicación autoritaria de los poderes, incluida la justicia, para fines de involución, sin tanques en las calles.

El alud constitucionalista amenaza con el paro a catedráticos, profesores y analistas. ¡Como si todos los partidos u organizaciones sociales legales no fueran constitucionales! Algunos ponen al descubierto ignorancias que abochornan: tildar de supremacistas a los independentistas catalanes, penúltimo hallazgo semántico, supongo que con la gracia meridional de un expresidente del Gobierno. Por supuesto que los aludidos no lo saben, aclara, en su ignorancia rural. Con obsequios finales nada originales, como Tabarnia. Aquí no hay que ser un anciano para recordar el sureste, residuo de las todavía subsistentes provincias. Ahondando en la ignorancia, algunos han llegado a comparar el conflicto catalán con la implosión balcánica de los 90. La comparación estremece, más cuando asistimos a la transfiguración del agredido en agresor.

Ninguna novedad: de «auxilio a la rebelión» fueron acusados y condenados defensores del orden constitucional, de las leyes: los que yacen en cunetas o pasaron por las manos de los torturadores que gozan de salud y pensión en las calles de nuestras ciudades. Tal vez la «conllevancia» de Ortega haya que aplicarla a España con la democracia, y no a Cataluña como propuso el pensador. Sería de aplicación el artículo 7 del Tratado de la UE al Reino de España: a este ritmo, sin duda.

La recuperación de la democracia constituye una prioridad social. No solo es la financiación de la autonomía, de los ayuntamientos donde vivimos. Se trata de arrinconar un Estado ineficaz, indiferente a las necesidades sociales, culturales, económicas, incapaz de hacer frente a fenómenos meteorológicos previsibles en la AP6, en la A3, o la velocidad de los trenes. Sustituirlo de la cabeza a los pies de acuerdo con las necesidades expresas y expresadas, en correspondencia con las organizaciones supraestatales, ante una globalidad que hace aún más anacrónica la democracia autoritaria por la que nos deslizamos.

Partidos, sindicatos, sociedad civil democrática, han de retomar la iniciativa en nombre de la ciudadanía. Los causantes, que paguen el desaguisado. O resignación. Quien suscribe se niega a lo último. Pero como impera el casticismo cambiará de tercio, que no de plaza.

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