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Una generación sin máster

Mi amigo Alexis Marí, desde el grupo de los no adscritos de les Corts Valencianes, ha presentado una iniciativa para revisar el curriculum de sus señorías tal como se ha puesto el patio en los asuntos referidos a los mismos y a los tan llevados másteres. No sé si prosperará o no, pero yo le envío un abrazo a Alexis desde estas páginas.

Quizá porque uno pertenece a una generación sin máster. En mi época terminé mi carrera de Filosofía y Ciencias de la Educación en la Universitat de València en 1979. Sólo existía la tesina de final del quinto curso y luego los cursos de doctorado como preparación al mismo. Yo hice esos cursos en el departamento de Estética bajo la dirección de Román de la Calle, pero no alcancé a realizar el doctorado porque otras ocupaciones me reclamaron durante años. Eso sí, los publiqué en el libro Los objetos penúltimos, de 1997. Años antes, en 1984 mi profesor de Filosofía de la Historia, Sergio Sevilla, fue el presidente del tribunal en el que obtuve mi oposición a cátedra de Bachillerato, coincidí con su hermano Jordi Sevilla, exministro con Zapatero, en el Congreso y con su hermana, mi buena amiga Carmen Sevilla, catedrática de Física y Química de Bachillerato conmigo en mis últimos años de docencia en el IES Ramón Llull de València. Ninguno teníamos máster.

Sin embargo, mi hijo tiene dos, uno por la Universitat de València y otro por la de Plymouht, en Inglaterra. Con brillantes notas. Y fue a clase.

Lo digo porque esto de las generaciones, Ortega dixit, marca mucho. El falseamiento de curriculum entre nuestra clase política es ya antiguo. Y no voy a citar nombres porque ni es mi estilo ni queda elegante. Ahora, conocerlos los conozco y bien. Todo comienza cuando se confunde un título con la garantía de un estatus político mejor. Error sobre error. Corcuera fue electricista, y un discutible ministro del Interior, y un decente político socialista se esté o no de acuerdo con él. Jamás tuvo máster. Marcelino Camacho fue un sindicalista y diputado comunista decente al que mucho debe la transición y la democracia española y fue fresador en la Perkins. Y tantos y tantos otros.

La titulitis de los años sesenta impulsada por ejemplos como los de Fraga Iribarne, Antonio Carro, etcétera, prohombres del franquismo o del tardofranquismo que tanto contribuyeron al establecimiento de la democracia en España causó furor entre aquellas clases medias, de las que yo provengo, que veían en el estudio un modo de escalafón social superior al de nuestros padres, que todo lo dieron por nosotros y por su país, la generación de los niños de la guerra, hoy tan injustamente olvidada en sus noventa años.

Pero luego vino el compadreo, el mamoneo, el aquí me las den todas, el yo me doctoro contigo porque para eso somos de la familia en esta universidad tan molona que nos hemos hecho a propósito y allá esas pajas y ancha es Castilla. Y en esas estamos. Y la gente se empeñó en declarar en sus currículos cuando llegaban a las Cortes o a una Secretaria de Estado que eran lo que no eran, y que les salían másteres de última generación por las orejas y al final la cosa ha terminado a la española, estilo Ok Corral. Máster contra máster sin un Gary Cooper como Sólo ante el peligro, ese sheriff impagable en su decencia y honestidad que Pilar Miró elevó para siempre a los cielos.

Nos gusta revolcarnos en la ciénaga de la impudicia. Y hay que reconocer que no lo hacemos mal. Ahora bien, aprovechando el caso de Cifuentes, qué duda cabe vamos a lincharnos con los másteres reales o imaginarios que filtraremos, dejaremos de filtrar, retocaremos, pintaremos con los pies o hasta soñaremos sin necesidad de orfidal. Todo valdrá para que el ventilador de la mierda, con perdón de los lectores, haga más poderoso el olor a podredumbre de la fosa séptica de nuestra política. Loado sea el terruño ibero y su sacrosanta tradición hidalga.

Ay, aquel «me debéis cuanto escribo» machadiano de su Autorretrato de Campos de Castilla, ay. Qué perdido en el baúl de los recuerdos, casi tan baqueteado como el de doña Concha Piquer.

Alentemos la decencia pública. No cuesta tanto. Y es bueno. Quizá hasta adelgacemos el número de venenos que precisamos a la semana para ir eliminando a propios y ajenos a nuestros llamados proyectos políticos.

Y ese lenguaje de taberna. Yo exijo, Yo reto... Señor qué nuevos políticos, qué excelentes ciudadanos, qué ejemplares tahúres del Misisipi (en memorable frase dedicada desde la tribuna del Congreso por Alfonso Guerra a Adolfo Suárez cuando la transición).

Ah, alegrémonos y pelillos a la mar. Qué no haremos por una comunidad autónoma, un ayuntamiento o el Gobierno de España. Todo menos pensar. Todo menos proponer ideas políticas. Todo menos dar algún ejemplo moral. Todo menos ser algo ejemplares.

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