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La confianza en cien mentiras

Si piensa que la «posverdad» es un fenómeno de rabiosa actualidad, debería volver a ver La vida de Brian. El mesías de los Monty Phyton es la prueba de que lo de creernos nuestras propias mentiras hasta que otras las reemplacen es tan antiguo como el ser humano. En la película, un fugitivo se camufla de profeta para huir de los soldados romanos y acaba siendo aclamado por una multitud con ganas de someterse a la voluntad de un visionario. Debéis pensad por vosotros mismos, sugiere el atribulado protagonista al populacho, pero no le hacen caso y acaba en la cruz más solo que la una. La hilarante parodia de Terry Jones tiene tantos cauces paralelos con lo que vivimos ahora, que solo podemos concluir que en cuestiones de intolerancia, sectarismo y dogmatismo seguimos en la misma zona de confort que hace dos mil años. Aunque puede que hoy determinadas excentricidades nos caigan más en gracia porque son vociferadas por el correveidile de la red.

Los expertos claman que las noticias falsas se difunden a la velocidad de la luz, con la complicidad de una parte de la comunidad wifi. Por el contrario los desmentidos, suponiendo que los haya, tardan hasta veinte horas en propagarse, y eso se considera una eternidad. En enero pasado el Foro Económico Mundial elevó la desinformación digital al nivel de otras amenazas globales como la crisis del agua, las bancarrotas financieras y el cambio climático. En España, la nueva Estrategia de Seguridad Nacional aprobada este mes incorpora las campañas de desinformación como una nueva forma de ataque que tiene como objetivo agitar a la masa a través de sus emociones prescindiendo del rigor de los hechos. Si la prensa fue en su momento considerada el cuarto poder, hoy las tecnologías de la información son la repanocha pero su método es justo el contrario.

Un «fake» es el bulo de toda la vida y, también como se ha hecho desde siempre, se les da coba de más. ¿Por qué nos fiamos antes de cien mentiras que de una sola verdad? Las pantallas de nuestros dispositivos electrónicos son la plaza pública donde los predicadores de las redes cazan acólitos con la promesa hacerles el día menos anodino, de decirles como tienen que pensar, actuar, hablar, vestir u odiar. La ingeniería social ha definido cómo funciona esa influencia y ya ni siquiera necesita tácticas de espionaje para acceder a la llave de nuestra privacidad. Internet nos tiene calados y ha creado una burbuja en la que cada individuo puede ser impermeable a las noticias con las que no está de acuerdo. Lo que se ha dado en llamar «sesgo de confirmación» es la incapacidad de las personas de cuestionar aquello que sintoniza con sus propias creencias y opiniones. Verificar una fuente requiere tiempo e intención, todo lo contrario de lo que impone el modo de funcionar de los sistemas actuales de comunicación.

Cualquiera diría que no se nos da la oportunidad de protegernos de la falsedad. ¿En la sociedad del Big Data, de los códigos abiertos, del software libre, de las máquinas que aprenden automáticamente? ¿En serio? Quizá nos hemos vuelto demasiado crédulos o nos asusta o incomoda conocer la verdad, porque hace falta coraje para enfrentarse a ella o porque cada cual se cuenta a si mismo su propia historia.

Por ejemplo, ¿a usted le gustaría saber qué hay de cierto en su vida, aunque eso se la volviera del revés, o es más feliz viviendo en la inopia? La última película de Álex de la Iglesia plantea ese interrogante. Si no nos interesa enfrentarnos a los hechos de nuestra intimidad, aquellos que más está en nuestra mano desenmascarar, ¿cómo nos vamos a preocupar de revelar certezas que aparentemente no alteran nuestra rutina impostada?

Aldous Huxley dijo que nunca es igual saber la verdad por uno mismo que tener que escucharla por otro. Pues sí que suena distinta. Sobre todo porque cuando una realidad se muestra sin resquicios ya no tenemos excusa para no hacer nada.

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