Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

José Miguel Borja

La iglesia del terror y el acojonamiento

La iglesia del terror y el acojonamiento

Así se podría calificar el escenario religioso que marcó mi vida y la de muchos españolitos en los años 40-50, porque las terribles penas del infierno, con las calderas de aceite hirviendo, el fuego eterno y los demonios clavándonos su tridente, eran la amenaza preferida por los curas para mantenernos puros y castos.

A la mayoría de los quinceañeros, que no estaban en el armario, nos gustaba mirar, tocar y pensar en las chicas, pero? todo esto era pecado, pecado, pecado... ¡Pecado mortal! Y la posibilidad de ir de cabeza al infierno nos acojonaba. La única solución para no condenarnos eternamente estaba en acudir a la garita del confesionario.

La confesión era el tercer grado al que nos sometían los curas y muchos de ellos se refocilaban en un interrogatorio exhaustivo preguntándonos si consentíamos los malos pensamientos, si hubo tocamientos, miradas lascivas e, incluso, si tuvimos poluciones nocturnas. Y antes del «Ego te absolvo», el cura nos atemorizaba diciendo: -La masturbación te lleva a la locura, a la ceguera y a la tuberculosis. Y no olvides que te puedes morir de repente y acabar en el infierno para toda la eternidad».

Como ejemplo del terror al que nos sometían, lean esta «Oración para la Buena Muerte» que, en la flor de nuestra juventud, nos hacían recitar todas las semanas:

«Cuando mis pies, fríos ya, me adviertan que mi carrera en este valle de lágrimas está por acabarse, Jesús misericordioso tened piedad de mí. Cuando mis manos trémulas ya no puedan estrechar el crucifijo y lo dejen caer sobre el lecho de mi dolor, Jesús? Cuando mi cara, pálida amoratada, cause ya lástima y terror a los circunstantes y los cabellos de mi cabeza, bañados con el sudor de la muerte anuncien que está cercano mi fin, Jesús? Cuando mis oídos, próximos a cerrarse para siempre, se abran para oír de vuestra boca la sentencia irrevocable que marque mi suerte para toda la eternidad, Jesús? Cuando mi imaginación agitada por horrendos fantasmas se vea sumergida en mortales congojas y mi espíritu perturbado por el terror de vuestra justicia, Jesús? Cuando mis parientes y amigos lloren al verme en el último trance, Jesús... Cuando perdido el uso de mis sentidos desaparezca el mundo de mi vista y gima entre las últimas agonías, Jesús misericordioso tened piedad de mí».

Después de todo lo que nos habían hecho sufrir amenazándonos con las penas del infierno, el papa Juan Pablo II dijo: «Más que un lugar, el infierno es una situación de quien se ha apartado de Dios». ¡A buenas horas mangas verdes! Ahora resultaba que no había infierno. ¡Qué desilusión!

Afortunadamente, los quinceañeros maduramos pronto y perdimos el miedo a las amenazas de aquellos curas apocalípticos porque nos dimos cuenta de que el verdadero infierno está aquí en la tierra, con las guerras, el hambre, la miseria y la injusticia que nos hace desiguales.

Compartir el artículo

stats