la oscuridad iba cubriendo la ciudad mientras sus habitantes se retiraban a sus hogares, una vez cumplidas las obligaciones laborales. Las farolas comenzaban a alumbrar tenuemente las calles, y el bullicio desaparecía para dejar paso a una tensa calma. Comenzaba, pues, una larga noche de invierno. En una discreta cafetería un hombre esperaba sentado en una apartada mesa, débilmente iluminada. En su cara se notaba el cansancio, y sus ojos mostraban el hastío de quien ya está harto de luchar contra algunos elementos y contra sí mismo. Otro hombre, ataviado con una gabardina con el cuello levantado y gafas de sol, a pesar de la noche profunda, entró por la puerta de local, no sin antes lanzar al suelo del exterior un cigarrillo que llevaba colgado de sus labios ladeadamente. Se dirigio hacia la mesa del hombre de mirada exhausta, y sin pedir permiso se sentó en una silla vacía que se hallaba situada en frente del mismo. Transcurrieron unos minutos de silencio. La atmósfera se hacía cada vez más pesada, y cuando el hombre de las gafas oscuras despejó su vista el aire de la opresión se podía cortar con un cuchillo. «Ya sabes lo que queremos», dijo el recien llegado. «¡No depende de mí!», respondió el otro. Entonces, el visitante le entregó un papel al tiempo que sacaba su celular y ponía en marcha una grabación. El hombre cansado escuchó la conversación y leyó la nota, mientras su «amigo» le decía: «Es una oferta que no puedes rechazar. Estamos intentando ser razonables, pero si insistes en mantenerte en tus trece, entonces...». El hombre cansado no dejó que el visitante acabara la frase. Se levantó bruscamente de la mesa, salió por la puerta, y se perdió en la penumbra de la fría noche. El visitante paró la grabación, cogió el teléfono y marcó un número: «No hay nada que hacer con él». Escuchó la respuesta y prosiguió: «No, no podemos cortarle la cabeza a su caballo y metérsela en la cama... no tiene caballo. De acuerdo, hablaremos con sus superiores». Dicho esto, suspiró profundamente y abandonó el local.

Dos días después el visitante se dirigió a casa de su patrón, al que llamaba respetuosamente «jefe», aunque entre sus compañeros sólían referirse a él como el «number one». El despacho del «capo» estaba en la planta baja. Llamó suavemente a la puerta y entró. Allí, sentado frente a la mesa, el «number one» aparecía sereno y cuidadosamente acicalado, como era su costumbre. Miró fijamente a los ojos de su subordinado y le dijo: «¿Y bien?». El visitante, que permancía de pie ante su patrón, respondió: «Los superiores tampoco han entrado en razón y, además, nos la han jugado».

El patrón no movió ni un solo músculo de la cara. Sacó un puro de un cajón de la mesa, y mientras lo encendía ordenó: «Llama a Luca Brasi». «¿Quién es Luca Brasi, jefe?» -respondió el visitante. «Bueno, tú ya me entiendes»- prosiguió el patrón, mientras escribía algo en un papel. «Llama a Luca Brasi, o como se llame la cabeza visible de nuestra organización, y transmítele este mensaje: él comprenderá y sabrá lo que hay que hacer». Entregó el papel al visitante y luego extendió el revés de su mano para que le besara el anillo. Una vez recogida la nota y depositado el ósculo, el visitante abandonó el despacho y se dirigió hacia el exterior, donde se encontraba su coche. Antes de subir a él leyó lo que había escrito en el papel, sacó su celular y marcó un número. Desde el otro lado le respondió una voz conocida que preguntó: «¿Cuál es la consigna?». «El yogur ha caducado»- respondió el visitante. Sin más palabras su interlocutor cortó la comunicación. El visitante se dispuso a subir al automóvil, pero antes miró en dirección a la casa y descubrió que el patrón le estaba observando desde su despacho. Inclinó respetuosamente la cabeza hacia su jefe, subió al coche, y volvió a suspirar profundamente mientras se decía: «¡Nos va a caer la del pulpo!». Y se perdió entre las calles de la ciudad.