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demasiada política

se preguntaba hace poco un conocido analista si no existía un exceso de atención por la política que, ligado a una sobreexposición informativa, producía efectos perversos en el cuerpo social y nos condenaba a «vivir en burbujas incomunicadas». Pero lo cierto es que, de creer en las encuestas del CIS, la cuestión solo afectaría al escaso porcentaje de ciudadanos que se declaran interesados en la vida pública.

En 2011, según el CIS, 7 de cada 10 españoles admitían que no les interesaba la política, y en 2016 la proporción seguía siendo exactamente la misma, dato que lleva a considerar cuál es el papel de los medios de comunicación como agentes del relato de lo público. Aunque no suele decirse, su reputación es pésima. Los medios españoles son los menos fiables de los 11 países analizados en un estudio realizado el pasado año por la Universidad de Oxford que evaluaba, además de los autóctonos, los de Estados Unidos, Francia, Alemania, Gran Bretaña, Irlanda, Dinamarca, Finlandia, Brasil, Japón y Australia. Otros indicadores no son más favorables y confirman la desconfianza de los ciudadanos hacia sus propios canales informativos. Nos encontraríamos, pues, ante una ciudadanía mayoritariamente desinteresada por la política que además se informaría a través de medios de comunicación en los que no confía.

Pero, por otra parte, esa abrumadora desafección tampoco hace muy fiables las opiniones de los ciudadanos sobre sus representantes públicos. Según un sondeo del mes pasado, la valoración que hacen los ciudadanos de los partidos no pasa de 1,2 puntos sobre 10. Si todo esto es lo que parece, significa que los ciudadanos, los políticos y los medios se encuentran desconectados entre sí y hace mucho que viven instalados en sus particulares «burbujas incomunicadas».

Si sobre ese escenario estructuralmente tan mal articulado situamos la dinámica política ordinaria, veremos que lo que funciona realmente bien es esa desarticulación que ni siquiera se asume como un problema. Por eso la regeneración democrática parece un asunto que solo concierne a la clase política pero no a los electores o a los medios de comunicación, que en ningún momento se han planteado embarcarse en procesos de puesta al día como los que exigen para las instituciones.

Sin embargo, la regeneración de los medios es una necesidad objetiva que pasa por recuperar el crédito, especialmente entre los sectores más jóvenes, como la de la ciudadanía pasa por aumentar su sentido crítico. En un país normal sería una cuestión de Estado abordar la reasignación de las enormes cuotas de influencia que actualmente detenta el duopolio televisivo privado, cuyas maniobras destinadas favorecer a la derecha son un caso de pura ingeniera social que han sido ampliamente documentadas sin que pase absolutamente nada.

De ahí la importancia para cada una de las partes, empezando por la política, de hacer pedagogía democrática, pero en serio, y de concretar en hechos una serie de nociones cívicas elementales que, en primer lugar, deben recuperar el sentido de la responsabilidad y de las evidencias. No puede ser que España siga siendo la Disneylandia de la desfachatez. La probabilidad de que deje de serlo no es muy alta, cierto (y ahí están Rajoy y su partido como ejemplos de las carcajadas que a algunos les provoca la necesidad de dignificar la vida pública), pero mientras ese cambio no se produzca, los mejores ciudadanos parecerán hombres y mujeres excesivamente idealistas mientras que la mediocridad y la falta de escrúpulos adoptarán la apariencia de lo necesario o de lo inevitable.

No parece que exista un exceso de atención por la política sino, al contrario, un formidable y muy bien repartido número de «idiotas» en el sentido etimológico del término que, como se sabe, calificaba en la antigua Grecia a quienes no se ocupaban de los asuntos públicos y solo atendían a sus intereses particulares. Nada más parecido, como decía Hobsbawm, a una sociedad deseosa de ser engañada.

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