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La inquisición en el siglo XVIII

Azotes, prisión y destierro para las brujas valencianas

Una tesis de la historiadora María Luisa Pedrós rescata los procesos inquisitoriales del siglo XVIII contra 108 acusados de prácticas mágicas - El estudio revela la dureza del Santo Oficio en pleno Siglo de las Luces

Azotes, prisión y destierro para las brujas valencianas

Muy dulces debía de hacer los pasteles Thomás el confiter para que su antigua amante Josepha Cosergues „ya casada con un terciopelero, igual que casado estaba el confiter„ recurriera a la magia para atraérselo de nuevo a su vera. Pero la miel trocó en hiel: la Inquisición acabaría procesándola por bruja en la Valencia de 1725.

Mientras Voltaire ya encendía en París el Siglo de las Luces para disipar las tinieblas de la era de la superstición, Josepha se rodeó de experimentadas brujas y prepararon un conjuro. El objetivo era que el confiter aborreciera a su mujer y cayera en brazos de su antigua amante. En este caso era un bocado de pan mascado por Thomás Mollà, con su saliva, al que luego clavarían agujas mientras recitaban unas palabras. Se incluían en la operación tres pedazos de cerilla de diferentes colores bautizadas en tres iglesias distintas.

Su amiga Gertrudis „del mismo clan„ había ido más allá: quería retener a su lado al peluquero Vicente Artiller y, tras invitarlo a comer a su casa, le dio a beber una copa de vino en la que antes había derramado tres gotas de su sangre menstrual (otras veces se mezclaba pelo de las partes íntimas en la comida), al tiempo que recitaba las siguientes palabras: «Assí como beves mi sangre, vengas tras mí como la oveja tras del cordero».

Abreviando: tras el maleficio de Josepha, y siguiendo el clásico esquema de «si no hay amor habrá venganza» (con invocaciones al Diablo Cojuelo, o cogiendo trozos de soga de ahorcados junto al Carraixet), al confiter le entró un mal. Según recoge el proceso iniciado por el Santo Oficio, «Thomás se quejava de estarse abrasando ya en el corazón ya en el estómago, ya en la cabeza y assí en otras partes del cuerpo, sin poder sosegar. Y empesó a aborrecer tanto a dicha María Vicenta Alfonso su muger, que ni ahún quería oirla nombrar y sólo el oir su nombre no sólo le inquietava sino que se parava como furioso». Los médicos sentenciaron que sufría locura. Fue encerrado en el Hospital General. Pasó siete meses en las jaulas. Al no mejorar, los médicos no tuvieron dudas: tan extraños males «no pueden proceder de otra causa sino de maleficio».

Es el sucinto resumen de uno de los procesos que recoge la tesis doctoral de María Luisa Pedrós Ciurana sobre la persecución del fenómeno mágico por parte del tribunal de la Inquisición de Valencia en el siglo XVIII. Fue la última centuria activa del Santo Oficio en una ciudad que arrastra un vergonzante sambenito: Valencia acogió la última ejecución mundial de la Inquisición. Tuvo lugar en 1826 y la víctima fue el maestro Gaietà Ripoll, acusado de hereje y deísta.

Sin verdugo para azotar en 1742

Calificada con sobresaliente cum laude por la Universitat de València, la investigación ha desempolvado 130 expedientes „entre alegaciones fiscales y procesos judiciales„ en los que aparecen 108 acusados por delitos relacionados con la magia. Del análisis de las 53 sentencias que ha revisado la historiadora Pedrós Ciurana se desprende una primera conclusión: no existió la benevolencia que hasta ahora se creía con los acusados de brujería, hechizos, maleficios o supersticiones.

Cierto: no hubo torturas ni ajusticiamientos en la hoguera como en épocas anteriores. «No obstante „advierte la autora del estudio, de 494 páginas„, la frecuencia en el uso de azotes y vergüenza, o del destierro y de la confinación, nos parece lo suficientemente severo y nada despreciable».

Entre las penas constatadas, catorce personas sufrieron algún tipo de prisión o confinamiento por orden del tribunal. Hubo castigo de azotes para trece personas. Con una curiosidad: a Antonia Lucas „acusada de embustera supersticiosa y sospecha de sodomita„ los doscientos azotes de pena se le conmutaron por dos años más de destierro debido a la carencia de verdugo en Valencia en aquel momento de 1742.

Las penas de destierro fueron múltiples: desde los 17 casos en los que se obligó al culpable de delitos de magia a abandonar su ciudad, hasta los tres casos en los que se lo deportó fuera de España. A veces con saña: a María Montoya „gitana saca-tesoros„ se la quería aislar de todos los lugares con los que había tenido relación. Por sentencia iba a recibir «doscientos azotes por las calles públicas y acostumbradas de esta ciudad, y desterrada de ella y su reyno, y de la ciudad de Toledo, y villas de Ocaña, Cifuentes, Budia, Torija, Alcázar de San Juan, y villa de Madrid, corte de su Magestad».

De curanderos a «buscatesoros»

El mosaico de historias recopiladas por la historiadora María Luisa Pedrós Ciurana, bajo la dirección del catedrático Rafael Benítez, proporcionan material para una novela. Pero la investigación no se queda en la anécdota de las microhistorias.

La tesis doctoral identifica prácticas que perseguían como objetivo la manutención diaria, la sanación de enfermedades, el enriquecimiento rápido, la solución a un problema amoroso o el maleficio para atemorizar a los miembros de una comunidad. Se distingue la magia maléfica o demoníaca, la superstición, la hechicería, la brujería, lo sobrenatural, lo preternatural, etc. Los casos más abundantes son los relativos al amor. Bien sea para lograr el afecto de un hombre concreto que les proponga matrimonio, atraer a muchos hombres que proporcionen regalos y protección, recuperar el amor de un amante perdido o reconquistar a un marido ausente mediante conjuros, oraciones, invocaciones.

El estudio a fondo de cada caso ha permitido a la autora descubrir un hecho relevante: «Se constata la existencia de la necesidad económica como una de las razones principales para provocar tal atracción de la voluntad de uno o varios hombres. Algunas de las mujeres analizadas parecen ejercer alguna suerte de prostitución taimada, buscando siempre nuevos valedores que les ofrezcan regalos, manutención y protección, otras buscan en el matrimonio el sostén económico que las aparte de su mala situación, mientras que otras, sabedoras de la imposibilidad de tomar un nuevo marido sin constatar que el marido huido o desaparecido ha muerto, persiguen su vuelta para que las rescate de la situación de indefensión que su partida ha producido». El amor o el sexo eran, a veces, «la barrera entre la supervivencia y la indigencia». Lo llamaban amor cuando querían decir sustento.

Sostiene la investigadora que la magia, lo maravilloso y lo supersticioso «impregnan la vida, la imaginación y las creencias de la sociedad valenciana del siglo XVIII». En el estudio aparecen desgranados los procesos contra estafadores de tesoros ocultos o farsantes investidos de curanderos, saludadores y hechiceras que aseguraban curar enfermedades a cambio de dinero o alimentos. Nada de ello era tolerable. El Santo Oficio se encargaba de que la fe católica no perdiera el monopolio de lo sobrenatural.

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