La directora gerente del FMI, Cristine Lagarde, aprovechó la última reunión de Davos para reprochar a los líderes reunidos: «En 2013 advertí sobre los peligros de la desigualdad y nadie me escuchó». El nada sospechoso informe de Davos sobre los riesgos globales ha apuntado que la desigualdad económica, junto con la polarización social y la conservación de la naturaleza, son las principales amenazas a la estabilidad global.

Desde el inicio de la era neoliberal con la llegada de Reagan y Thatcher, y el establecimiento del Consenso de Whashington, el FMI cometió el grave error de pensar que «su modelo» servía para todos, ignorando las características de cada país, formalizando sus prescripciones de política económica considerando que la distribución de los beneficios del crecimiento era una cuestión de segundo orden, porque, en el peor de los casos, los pobres también se beneficiarían de un mayor crecimiento por el efecto «gota a gota».

Mucho tiempo después, con Olivier Blanchard como Economista Jefe del FMI, las cosas empezaron a cambiar, iniciando un nuevo enfoque de la investigación de este organismo, cuyos resultados han empezado a desafiar las recomendaciones de las políticas ortodoxas que apoyaba anteriormente. Recientes investigaciones del FMI han dado lugar a fuertes argumentos que vinculan la desigualdad de la renta, el endeudamiento del sector privado y la inestabilidad financiera y macroeconómica.

En otros términos: la desigualdad extrema que vivimos, no sólo pone en peligro cuestiones básicas como la igualdad de oportunidades en educación o la salud, sino que opera como un freno al crecimiento económico a largo plazo, como consecuencia de una menor acumulación de capital humano y a un mayor nivel de inestabilidad financiera.

Este nuevo enfoque del FMI aboga por una reducción en la desigual distribución de la renta y de la riqueza, implicando un cambio en su posición para las futuras renegociaciones de la deuda, de lo que su postura para aliviar la deuda de Grecia es una prueba relevante.

Como un preámbulo a la celebración del Foro de Davos 2017, Oxfam ha presentado su informe relativo a la desigualdad en 2016. Algunos de sus reveladores datos son, de por sí, concluyentes: el 1% más rico de la población mundial posee más riqueza que el resto del planeta.

Esta ONG denuncia que cualquier director general de una empresa incluida en el Financial Times Stock Exchange gana en un año lo mismo que 10.000 trabajadores de las fábricas textiles de Bangladesh, o bien que los ingresos del 50% más pobre de EE UU ha visto congelados sus ingresos en los últimos 30 años, mientras que la renta del 1% más rico ha aumentado un 300%.

Podemos escuchar que las diferencias en los ingresos y en la riqueza que procedan de una capacidad y unos esfuerzos igualmente distintos, están plenamente justificadas. No discutiré esa filosofía. Pero sí me pregunto si es factible que una persona pueda ser 100 millones de veces más productiva que otra, capaz y formada; y esta es una diferencia que hoy, lamentable pero realmente, se da. Esto es, las desigualdades que observamos son totalmente desproporcionadas respecto a las diferencias en esfuerzos y capacidades.

Existen modelos teóricos que muestran que si partimos de una sociedad imaginaria, totalmente igualitaria, en la que, además, todas las personas tuvieran idénticas capacidades y realizaran los mismos esfuerzos, con el tiempo la distribución de la riqueza se iría haciendo progresivamente más desigual, como resultado de las diferentes aversiones al riesgo de las personas.

El problema es que la desigualdad, en gran medida, es un fallo del mercado, que como otros, debe ser corregido. Precisamente eso justifica la redistribución a través de medidas políticas. Si nos fijamos en las diferentes distribuciones de la renta y de la riqueza entre los países de un club tan selecto como el de la OCDE, veremos que existe un amplio abanico, aun cuando sus estructuras económicas y sociales son tremendamente similares; eso permite deducir que las diferencias que observamos tienen un origen político. Las políticas económicas sí importan.

Ni que decir tiene que la eficiencia también importa. Pero es posible combinar una disminución de la desigualdad con la eficiencia, desplegando un conjunto de herramientas de la política fiscal, mediante ingresos y gastos, capaces de igualar las oportunidades. No hay reglas a priori, pero sí podemos establecer el objetivo de mantener las desigualdades dentro de unos límites razonables.

Los datos que aporta Oxfam para España no son más alentadores: «Los resultados de la reactivación económica parecen beneficiar sólo a una minoría, mientras que la desigualdad se cronifica e intensifica». Quien considere que la visión de la ONG está sesgada, que lea detenidamente las conclusiones de la encuesta de las familias del Banco de España, del que, espero, nadie tenga dudas ideológicas.

A lo anterior, aporta un dato adicional: entre los perdedores, nuestros jóvenes son los que más pagan las consecuencias de esta crisis de la que no somos capaces de librarnos. Oxfam proclama que acabar con la crisis de desigualdad extrema en España requerirá un giro definitivo de la política económica y abordar una auténtica reforma fiscal. Que así sea.